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Esa categoría estética que el siglo XIX llamó "gracia"‏



Publicada en 1925 Del escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald:
Una novela cada vez mejor
por José Miguel Ibáñez Langlois
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 1˚ de julio de 2012
entre dos o tres personas, 
que parece cosa de nada 
-y en cierto modo lo es- 
está llena de vida, 
de inteligencia, 
de humor y de encanto.

Un soñador quijotesco, 
un enamorado 
que se mueve por el mundo 
con esta creencia absoluta: 
que el pasado puede repetirse, 
que un viejo amor puede recuperarse 
tal cual a fuerza de tesón, 
que el tiempo no transcurre. 

Este relato trasciende 
su cuadro social 
en múltiples dimensiones: 
psicológicas, existenciales, 
y desde luego literarias. 
Pienso en el dibujo 
de sus caracteres, 
en el encanto de sus diálogos, 
en el acierto 
de sus observaciones y metáforas, 
en la solidez de su intriga, y por cierto 
en la calidad superior de su escritura.



 
Scott Fitzgerald dijo a su editor que El Gran Gatsby (1925) era (sería) "la mejor novela de los Estados Unidos", pretensión no tan descabellada si se piensa que, hacia el fin de la centuria, Harold Bloom opinó casi lo mismo: que "tiene pocos rivales como la gran novela americana del siglo XX". Con gusto suscribo yo este juicio después de mi cuarta o quinta lectura (y cada vez la aprecio más).

Fitzgerald fijó con caracteres indelebles una fugaz estación de la vida norteamericana: la primera postguerra, el espíritu evanescente de la era del jazz o, como la llamó él mismo, "la mayor orgía de la historia", llena de prosperidad y de esnobismo, centrada aquí en la persona de Gatsby, un aventurero romántico cuya fortuna -tan rápida como dudosa- se consagra a la misión imposible de recuperar el amor casi adolescente de una antigua novia.

Me parece que una razón de la superioridad de esta novela reside en el feliz ajuste entre ese mundo irrepetible de los años veinte en Nueva York y la singular escritura y talante narrativo de nuestro autor: el narrador justo para aquella atmósfera precisa. Algo así como la feliz ecuación entre Stendhal y la era napoleónica: tal para cual. Tantas novelas valiosas no lo han sido más por una mayor distancia entre narrador y mundo narrado, por una relación más convencional o menos exacta entre uno y otro.

Sin embargo, a veces se ha enfatizado en exceso el mérito sociológico de esta obra como un retrato de época o de costumbres, como si fuera la perfecta épica de aquella Norteamérica de postguerra, mérito que sin duda es efectivo, pero que puede opacar otras dimensiones suyas más sutiles. Porque su acento es más psicológico que costumbrista, incluso más lírico que épico. Pues El Gran Gatsby es, a fin de cuentas, el caso de un sueño fallido, la historia de un amor frustrado, una secuencia bien armada de reuniones sociales y de conversaciones maravillosamente sofisticadas, tiernas, ingeniosas, crueles, brillantes, absurdas, con un leve toque de Henry James y otro de Proust, sólo que con un sello del todo norteamericano. Pocas novelas han podido practicar, sobre la mera base de una crónica de vida social, una inmersión tan lírica y penetrante en el alma humana, no ya en sus profundidades sino más bien en su epidermis, lo que en este caso viene a ser casi lo mismo.

En suma, que este relato trasciende su cuadro social en múltiples dimensiones: psicológicas, existenciales, y desde luego literarias. Pienso en el dibujo de sus caracteres, en el encanto de sus diálogos, en el acierto de sus observaciones y metáforas, en la solidez de su intriga, y por cierto en la calidad superior de su escritura.

El carácter mejor trazado es el de Gatsby, su protagonista: un poco mitológico al comienzo, pero colmado hasta el final de claroscuro y de suspenso en torno a su múltiple leyenda e identidad. Tan ambiguo es el personaje, que su amigo más cercano -y narrador en primera persona- puede pensar de él todo lo mejor o todo lo peor hasta las penúltimas páginas, y por supuesto que otro tanto ocurre con nosotros. Este anfitrión de fiestas feéricas es un soñador quijotesco, un enamorado que se mueve por el mundo con esta creencia absoluta: que el pasado puede repetirse, que un viejo amor puede recuperarse tal cual a fuerza de tesón, que el tiempo no transcurre.

El ingenio de los diálogos es chisporroteante. Una conversación cualquiera entre dos o tres personas, que parece cosa de nada -y en cierto modo lo es- está llena de vida, de inteligencia, de humor y de encanto. Creo que la escritura de Fitzgerald puede ser definida por esa categoría estética que el siglo XIX llamó "gracia". Aun si prescindiéramos de los caracteres y del argumento, ese don nos bastaría para gozar de su lectura. Las piezas del montaje, por su parte, están ensambladas con mano maestra; también lo están los cambios de narrador sin cambio de narrador, así como los enlaces de tiempos diferentes.

El destino final del mundo de Gatsby es convergente: los Estados Unidos se precipitan hacia la gran depresión, Fitzgerald se acerca a una crisis personal que en un texto posterior llamará "el derrumbe", y los personajes de su novela se encaminan a un desenlace de tragedia o de tragicomedia. Pero antes de que sobrevenga la oscuridad, ha brillado sobre ellos un relámpago de fantasía y de euforia que para nosotros, los lectores, resulta inolvidable.

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