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Cada libro en la forma que fuere, contiene implícita o explícitamente una intención estética‏



FORMAS DE LEER

De San Agustín a la computadora
Diario  Clarín de Buenos Aires, 30 de mayo de 2012

http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/1999/05/30/e-00401d.htm

ALBERTO MANGUEL, CUYO LIBRO UNA HISTORIA DE LA LECTURA ACABA DE SER PUBLICADO POR NORMA, REFLEXIONA SOBRE COMO CAMBIARON LOS MODOS DE LEER DESDE LA EDAD MEDIA A LA ACTUALIDAD: DE LOS PAPIROS A LAS COMPUTADORAS, DE LA LECTURA EN VOZ ALTA A LA LECTURA SILENCIOSA, AFIRMA LA VIGENCIA DE LOS LIBROS AUN EN LOS TIEMPOS DE LA REALIDAD VIRTUAL.






ALBERTO MANGUEL

La habitación en la que Carpaccio instaló a Agustín es un estudio veneciano de la época de Carpaccio, tan digno del autor de las Confesiones como del espíritu de Jerónimo, responsable de la versión latina de la Biblia y santo patrono de los traductores: delgados volúmenes de frente en un estante alto, delicadas curiosidades alineadas más abajo, un sillón de cuero con tachas de bronce y un pequeño escritorio separado del piso, propenso a las inundaciones, más lejos, pasando la puerta a la izquierda, una mesa con un atril giratorio y el espacio de trabajo del santo, atestado de libros abiertos y esos objetos íntimos que los años deslavan en la mesa de trabajo de todo escritor: un caracol, una campana, una cajita de plata. En la bóveda central, una estatua de Cristo resucitado mira en dirección a una estatuilla de Venus instalada entre las cosas de Agustín; es por todos reconocido que ambos habitan, en distintos planos, el mismo mundo humano: la carne de cuyas delicias Agustín oraba por liberarse (pero no en este momento) y el logo, la Palabra de Dios que estaba en el comienzo y cuyo eco oyó Agustín una tarde en un jardín. A una distancia obediente, un perrito blanco y peludo observa expectante.Este lugar describe el pasado y el presente de un lector. A Carpaccio no le importaba el anacronismo pues los escrúpulos de fidelidad histórica son un invento moderno, no posterior quizás al siglo XIX y al credo prerrafaelista de Ruskin referido a la verdad absoluta, inexorable (...) hasta el más mínimo detalle. El estudio de Agustín y los libros de Agustín, fueran cuales fueren en el siglo IV, para Carpaccio y sus contemporáneos eran, en esencia, como los de ellos. Rollos o códices, hojas de pergamino encuadernadas o los exquisitos libros de bolsillo que el veneciano Aldus Manutius había impreso apenas unos años antes de que Carpaccio iniciara su obra en el gremio, eran variantes del libro -el libro que cambió y seguiría cambiando, sin dejar de ser uno y la misma cosa. Tal como lo veía Carpaccio, el estudio de Agustín también es igual al mío, el territorio de un lector común: las hileras de libros y objetos, el escritorio atestado, el trabajo interrumpido, el lector esperando una voz -¿la suya?, ¿la del autor?, ¿la de un espíritu?- que responda los interrogantes sembrados por la página abierta ante sus ojos.Considerando que la camaradería de los lectores es generosa, o por lo menos eso dicen, permítanme colocarme por un momento junto al augusto lector de Carpaccio, él sentado a su escritorio, yo al mío. ¿Nuestra lectura -la de Agustín y Carpaccio, y la mía- se modificó con el paso de los siglos? Y en ese caso, ¿cómo se modificó?
Cuando leo un texto en una página o una pantalla, lo leo en silencio. A través de un proceso o una serie de procesos increíblemente complejos, montones de neuronas en sectores específicos de mi cerebro descifran el texto que absorben mis ojos y lo hacen comprensible para mí, sin necesidad de emitir las palabras en beneficio de mis oídos. Esta lectura silenciosa no es una ocupación tan antigua como creemos.Para San Agustín, mi actividad silenciosa habría sido, si no incomprensible, por lo menos sorprendente. En un célebre pasaje de las Confesiones, Agustín describe su curioso encuentro con San Ambrosio en su celda de Milán, leyendo en silencio. Cuando leía, recuerda Agustín, sus ojos recorrían la página y su corazón exploraba el significado, pero su voz permanecía en silencio y su lengua quieta. En el siglo IV, Agustín leía en general como lo habían hecho los antiguos griegos y romanos, en voz alta, para dar sentido a las retahílas de letras sin puntos ni mayúsculas. Un lector experimentado y con prisa podía desenmarañar un texto sin leerlo en voz alta -el mismo Agustín podía hacerlo, como nos lo dice al describir el extraordinario momento de su conversión, cuando toma un volumen de las Epístolas de Pablo y lee en silencio la línea oracular que lo incita a ponerse a Cristo como una armadura. Pero leer en voz alta no sólo era considerado normal, sino necesario para la plena comprensión de un texto. Agustín creía que la lectura debía hacerse presente; que dentro de los confines de una página, para llegar a ser, las scripta, las palabras escritas, debían convertirse en verba, palabras habladas. Para Agustín, el lector debía insuflar vida, literalmente, a un texto, llenar el espacio creado con lenguaje vivo.En el siglo IX, la puntuación y la mayor difusión de los libros establecieron la lectura silenciosa como algo común y un nuevo elemento -la privacidad- pasó a ser un rasgo del oficio. La lectura en silencio dio a estos nuevos lectores una suerte de intimidad con el texto, creando muros invisibles alrededor de ellos y de la actividad de leer. Siete siglos después, Carpaccio habría considerado la lectura silenciosa como parte integrante del trabajo de los estudiosos, y su erudito Agustín forzosamente habría sido retratado en un lugar privado y tranquilo.Casi cinco siglos más tarde, en nuestra época, dado que la lectura en silencio ya no nos sorprende y que buscamos todo el tiempo con desesperación la novedad, nos las ingeniamos para dar su propia voz (aunque irritantemente incorpórea) al texto en la pantalla. A pedido del lector, un CD-ROM puede ahora usurpar la prerrogativa mágica del lector postagustiniano: puede ser silencioso como un santo mientras examina la página que se despliega o darle a un texto tanto voz como elementos gráficos, resucitando a los muertos no a través de una función de la memoria y un sentido de placer (como proponía Agustín), sino a través de la mecánica, como un golem listo para usar cuya apariencia sin duda será perfeccionada con el tiempo. La diferencia es que la voz lectora de la computadora no es nuestra voz: por ende, el tono, la modulación, el énfasis y otros instrumentos para dar sentido a un texto fueron establecidos fuera de nuestra comprensión.Tampoco es igual a la nuestra la memoria de la computadora. 
Para Agustín, los lectores que leían las Escrituras con el espíritu correcto guardaban el texto en la mente, transmitiendo su inmortalidad de un lector a otro, a lo largo de las generaciones. Leen sin interrupción y lo que leen nunca muere, escribe en las Confesiones.Poder recordar pasajes de textos esenciales para su discusión y comparación seguía siendo importante en tiempos de Carpaccio. Pero después de la invención de la imprenta, y con el desarrollo de las bibliotecas privadas, el acceso a los libros para su consulta inmediata pasó a ser mucho más fácil y los lectores del siglo XVI podían confiar mucho más en la memoria de sus libros que en la propia. El atril giratorio múltiple pintado por Carpaccio en el estudio de Agustín amplió aún más la memoria del lector, como lo hicieron otros artefactos maravillosos -como el fantástico escritorio giratorio de lectura inventado en 1588 por el ingeniero italiano Agostino Ramelli, gracias al cual un lector podía acceder fácilmente a diez libros distintos casi al mismo tiempo, cada uno abierto en el capítulo y el versículo requeridos.La espaciosa memoria de mi procesador de palabras trata de brindar el mismo servicio. En algunos aspectos, es ampliamente superior a aquellos inventos del Renacimiento. Por ejemplo: Los textos antiguos de griegos y romanos, tan raros que muchos de los libros que llamamos clásicos eran desconocidos para Agustín, fueron amorosa y laboriosamente coleccionados por los contemporáneos de Carpaccio. Hoy, todos esos textos están a mi disposición. Dos tercios de toda la literatura griega que sobrevivió hasta la época de Alejandro, 3.400.000 palabras y 24.000 imágenes, pueden caber en cuatro disquetes publicados por Yale University Press, o sea que ahora, con un toquecito en mi mouse, puedo determinar exactamente cuántas veces usó Aristófanes la palabra hombre y saber que la usó dos veces más que la palabra mujer.No obstante, lo que mi memoria computarizada no puede hacer es seleccionar y combinar, interpretar y asociar gracias a una mezcla de práctica e intuición. No puede, por ejemplo, decirme que pese a las constataciones estadísticas, son justamente las mujeres de Aristófanes -Praxágora en La asamblea de las mujeres, las chimosas de mercado en El poeta y las mujeres, la vieja y gruñona Lisístrata- las que me vienen a la mente cuando pienso en su obra leída no en CD sino en los antiguos volúmenes Garnier que usábamos en el colegio. La memoria glotona de mi computadora no es una memoria activa, como la de Agustín: es un depósito, como la biblioteca de Agustín, aunque más vasto y quizá de acceso más fácil. Gracias a mi computadora, puedo memorizar -pero no puedo recordar-. Ese es un oficio que debo aprender de Agustín y sus viejos códices.En tiempos de Agustín, el códice, el libro de hojas encuadernadas, había suplantado casi totalmente al rollo pues tenía ventajas evidentes respecto de éste. El rollo permitía ver sólo algunas partes del texto en un momento, sin dejar que el lector pasara las páginas o leyera un capítulo manteniendo el otro abierto con un dedo. Por lo tanto establecía cierta rigidez en la secuencia de lectura. El texto se ofrecía al lector en un orden predeterminado y sólo una parte por vez. Una novela como Rayuela de Julio Cortázar, donde se sugiere al lector que elija su propia secuencia de los capítulos, habría sido impensable en tiempos del rollo de pergamino.Hoy mi computadora participa de ambas formas de libro: despliega el texto para su lectura, y, a la vez, si quiero, es capaz de pasar simultáneamente a otra parte en una ventana distinta. Pero en ninguno de los dos casos tiene las características totales de sus antepasados: no me dice, como lo hacía el rollo de un vistazo, la medida física total de su contenido. Ni me permite, pese a las ventanas, saltar y elegir páginas con la misma facilidad que el libro. Por otro lado, mi computadora es más hábil recuperando: sus funciones de rastreo y búsqueda son infinitamente superiores a sus ancestros con las puntas dobladas de pergamino y papel.Agustín sabía (y rara vez lo recordamos) que cada lector crea al leer un espacio imaginario, un espacio formado por la persona que lee y el universo de las palabras leídas -lo que Keats llamaba ese palacio de dulce pecado forrado en púrpura-. Este espacio de lectura existe en el medio mismo que lo revela o lo contiene (el libro o la computadora) o en su propio ser textual, incorpóreo, en tanto palabras guardadas a través del tiempo, un lugar en la mente del lector. 
El hecho de que la palabra escrita se halle al final o al comienzo de una civilización determinada, que la veamos como resultado de un proceso creativo (como ocurrió con los griegos) o como su origen (como los hebreos), hace de ella -o no, según el caso- la fuerza impulsora de esa civilización. Lo que quiero decir es lo siguiente: para los griegos, que asiduamente escribían sus ensayos filosóficos, sus obras, poemas, cartas, discursos y transacciones comerciales y no obstante consideraban la palabra escrita simplemente como una ayuda mnemónica, el libro era un aditamento de la vida civilizada, nunca su núcleo; por eso, la representación material de la civilización griega estaba en el espacio, en las piedras de sus ciudades. Para los hebreos, en cambio, cuyas transacciones cotidianas eran orales y cuya literatura había sido confiada en gran medida a la memoria, el libro -la Biblia, la palabra de Dios revelada- fue el centro de su civilización, que sobrevivió en el tiempo, no en el espacio, en las migraciones de un pueblo nómade. En un comentario sobre la Biblia, Agustín, que provenía directamente de la tradición hebrea, señala que las palabras tienden hacia la condición de la música, que encuentra su ser en el tiempo y no tiene ninguna ubicación geográfica particular.Mi computadora al parecer pertenece, no a la tradición hebrea de Agustín, centrada en el libro, sino a la tradición griega sin libro que exigía monumentos en piedra. Aunque la Web mundial simula en mi pantalla un espacio sin límites, las palabras que invoco deben su existencia al templo familiar de la computadora, erigido con su pantalla tipo pórtico por encima de la explanada adoquinada de mi tablero. Como el mármol para los griegos, estas piedras de plástico hablan (de hecho, gracias a las funciones de audio que mencioné, hablan literalmente). Y el ritual de acceso al ciberespacio es en algunos aspectos como los rituales de acceso a un templo o palacio, a un lugar simbólico que requiere preparación y convenciones aprendidas, decididas por devotos invisibles y aparentemente omnipotentes.Llevamos muchos años profetizando el fin del libro y el triunfo de los medios electrónicos, como si los libros y los medios electrónicos fueran dos caballeros galantes compitiendo por el mismo bello lector en el mismo campo de batalla intelectual.Lo que seguramente cambiará es la idea de los libros como propiedad. La idea del libro como objeto de valor, debido a su contenido, su historia o sus decoraciones, existe desde los tiempos de los rollos, pero recién en el siglo XIV (al menos en Europa) el auge de un público burgués, más allá de los ámbitos de la nobleza y el clero, creó un mercado en el que la posesión de libros pasó a ser señal de nivel social y la producción de libros, un negocio rentable como cualquier otro. Toda una industria moderna surgió para satisfacer esta necesidad comercial, lo cual llevó a Doris Lessing a exhortar así a sus atribulados compañeros de trabajo: Y nunca hace daño repetir, lo más seguido que puedan: Sin mí la industria literaria no existiría. Los editores, los agentes, los sub-agentes, los sub-sub-agentes, los contadores, los abogados que se ocupan de juicios por difamación, los departamentos de literatura, los profesores universitarios, las tesis, los libros de crítica, los críticos, las páginas de libros -todo este enorme y próspero edificio es obra de esta insignificante persona, tratada con condescendencia, disminuida y mal paga.Pero en los tiempos de la nueva tecnología, la industria (que no desaparecerá) tendrá que trabajar de otra manera para sobrevivir. Los artículos en Internet, las poesías transmitidas vía módem, los libros copiados en disquete y pasados de un amigo a otro ya empezaron a pasar por alto a editoriales y librerías. ¿Quién cobrará derechos de autor por un texto escaneado en Salamanca, recibido por e-mail en Recife, modificado en Melbourne, ampliado en Ecuador y guardado en un disco blando en San Francisco? ¿Quién es en realidad el autor de ese texto tan diverso?Como los numerosos colaboradores en la construcción de una catedral medieval o en la producción de una película de Hollywood, la nueva industria encontrará, sin duda, maneras de garantizar una ganancia para alguien, iglesia o multinacional. Y la persona insignificante y mal paga de Doris Lessing tal vez deba resignarse a ser más insignificante y peor paga aún.
Esta sombría perspectiva ofrece, con todo, algunos ángulos estimulantes. En enero de 1996, poco después de la muerte del presidente Mitterrand, el gobierno francés, fiel a la tradicional costumbre de los gobiernos de todas partes, prohibió un libro, Le grand secret. En dicho libro, los médicos del presidente, Claude Gubier y Michel Gonod, revelaban detalles íntimos del deterioro de su ilustre paciente y daban a publicidad los esfuerzos oficiales por ocultar la gravedad de su enfermedad.Prohibir libros siempre ha sido una prerrogativa asumida por los que están en el poder y hasta ahora los escritores no tuvieron ningún recurso contra los decretos y las fogatas excepto las ediciones clandestinas y la fe en un futuro más tolerante. Se han dicho palabras valientes desde las hogueras o en las salas de espera del exilio, pero la prohibición de libros continúa. Hasta ahora.El 23 de enero de 1996, Pascal Barbaud, dueño de un cibercafé en Besancon donde los clientes pueden, pagando una tarifa, usar el servicio de Internet del café, decidió escanear Le grand secret en Internet. Al parecer, Internet estaba fuera de la jurisdicción de cualquier Estado (digo estaba porque los censores, con la vieja excusa de la amenaza de pornografía o la literatura del odio, también están entrando en este santuario). Y fue así como Barbaud tuvo éxito en su misión subversiva. Ya que ninguna persona tiene por qué ser responsable de un texto de Internet, Le grand secret pasó a ser el primer libro prohibido que escapó abiertamente a los poderes de la censura.Pero el lector nunca está satisfecho. Le grand secret de Internet es una mera copia del texto impreso. Pero ¿qué pasaría si se abriera a la participación de todos los usuarios de Internet, como las novelas en pantalla de Robert Coover, a las que cualquier lector o lectora puede agregar su inspiración o cambiar el comienzo o el final? Privilegiado con el tiempo para leer, liberado en parte de las presiones de la censura, con el lujo de un espacio privado, nuestro temeroso lector se pregunta: ¿podremos seguir leyendo con criterio crítico ese texto electrónico, un texto sujeto a la transformación de sus lectores en la pantalla, un texto proteico (o, en nuestro horrible vocabulario, interactivo)?En nuestro temor, olvidamos que todo texto es, en un sentido muy esencial, interactivo, que cambia de acuerdo con un lector particular a una hora particular y en un lugar particular. Cada lectura transporta al lector a la espiral de interpretación, como la llamó el historiador francés Jean-Marie Pailler. Ninguna lectura puede evitarlo, cada lectura agrega una vuelta a su vertiginoso ascenso. No existió nunca una lectura pura: leyendo a Diderot, el acto se confunde con la conversación; en Danielle Steele con excitación; en Defoe con reportaje; en otros, con instrucción, con chismorreo, con lexicografía, con inventario, con histeria.Parece no haber un arquetipo platónico de ninguna lectura, así como parece no haber un arquetipo platónico para ningún libro. La idea de que un texto es pasivo es cierta sólo en lo abstracto: desde los primeros rollos hasta las muestras de tipografía de la Bauhaus, cada texto registrado, cada libro en la forma que fuere, contiene implícita o explícitamente una intención estética. Nunca hubo dos manuscritos iguales, tal como observaron los laboriosos catalogadores de Alejandría, lo cual los obligó a elegir versiones definitivas de los libros que guardaban y a establecer, de paso, la norma epistemológica de la lectura: que cada nueva copia reemplazaba la anterior, ya que, por necesidad, debía incluirla. Y si bien la imprenta de Gutenberg, recreando el milagro de los panes y los peces, multiplicó un mismo texto mil veces, cada lector o lectora procede a individualizar su ejemplar con garabatos, manchas, marcas de distintos tipos, o sea que ningún ejemplar, una vez leído, es idéntico a otro.Los textos electrónicos encontrarán nuevas formas de generalizar y definir, y nuevos críticos encontrarán vocabularios generosos como para acomodarse a la posibilidad de cambio.
El miedo injustificado a la tecnología, que en un tiempo opuso el códice al rollo, opone ahora el rollo al códice. Opone al texto que se despliega en la pantalla a las múltiples páginas del libro del lector humanista sostenido en la mano. Pero toda tecnología, ya sean las fábricas satánicas o los Chernobyl satánicos, tiene una dimensión humana; es imposible quitar el cordón humano aun del más inhumano de los dispositivos tecnológicos. Reconocer esa dimensión humana, como comprender el significado exacto de las marcas coloreadas de las palmas de las manos en las paredes de las cuevas prehistóricas, puede estar más allá de nuestras capacidades actuales. Lo que necesitamos por lo tanto no es tener un nuevo lector humanista sino uno más eficiente, que devuelva al texto enmarañado actualmente en mecanismos tecnológicos la ambigüedad que le daba una capacidad adivinatoria. Lo que necesitamos no es maravillarnos ante los efectos de la realidad virtual, sino reconocer sus efectos muy reales y útiles, las grietas indispensables para poder entrar en un lugar todavía no creado.Hace casi diez años, George Steiner sugirió que el movimiento antilibro retrotraerá la lectura a su lugar de nacimiento y que habrá casas de lectura como las viejas bibliotecas monásticas, a las que, quienes seamos lo suficientemente curiosos como para querer examinar un libro antiguo, iremos a sentarnos a leer en silencio. Algo por estilo está ocurriendo en el Monasterio de la Santa Cruz en el South Side de Chicago, pero no de la manera que Steiner imaginó: aquí los monjes, después de las oraciones de la mañana, encienden sus computadoras IBM y trabajan en sus aposentos como sus ancestros hace mil años, copiando, glosando y conservando textos para las futuras generaciones.A estas visiones de lecturas futuras, me gustaría agregar tres más, imaginadas no hace mucho por Ray Bradbury.En uno de los cuentos de las Crónicas marcianas, una casa totalmente automatizada ofrece, como diversión nocturna, leer un poema a sus habitantes y cuando no recibe ninguna respuesta selecciona y lee un poema propio, sin darse cuenta de que toda la familia fue aniquilada en una guerra nuclear. Este es el futuro de la lectura sin lectores.Otro cuento, Usher II, registra la saga de un heroico devoto de Poe en una era en que la ficción es considerada no una fuente de pensamiento, sino algo peligrosamente real. Cuando las obras de Poe son declaradas al margen de la ley, este lector apasionado construye una casa extraña y peligrosa como un santuario a su héroe, a través del cual destruye tanto a sus enemigos como a los libros que pretende vengar. Este es el futuro de los lectores sin lectura.El tercero y más famoso está en Farenheit 451, y describe un futuro en el que los libros son quemados y grupos de amantes de la literatura memorizan sus libros favoritos y los transportan en sus cabezas como bibliotecas andantes. Este es un futuro en el cual los lectores y la lectura, para sobrevivir, siguen el precepto de Agustín y pasan a ser uno y una misma cosa.
Nuestros miedos son miedos endémicos, arraigados en nuestra época. La estupidez consiste en un deseo de sacar conclusiones, escribió Flaubert.La cualidad esencial del acto de leer, ahora y siempre, es que no tiende a ningún fin previsible, a ninguna conclusión. Cada lectura prolonga otra, iniciada alguna tarde hace miles de años y de la cual no sabemos nada; cada lectura proyecta su sombra en la página siguiente, dándole contenido y contexto. En la pintura de Carpaccio, se ve a Agustín sentado, tan atento como su perro, con la pluma suspendida, el libro brillante como una pantalla, mirando directamente hacia la luz, escuchando. La habitación, los instrumentos cambian sin cesar, los libros en el estante mudan sus tapas, los textos cuentan historias en voces aún no nacidas.La espera continúa.Traducción de Cristina Sardoy. (c) Alberto Manguel y Clarín, 1999. Este artículo pertenece al libro Into The Looking Glass Wood (Alfred A. Knopf; Canada, 1998) 

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