Integrante destacado de la llamada generación del 50, Miguel Arteche (1926-2012) dejó una obra mayor, cargada de una ascética e hispánica sabiduría de la vida.
por Ignacio Valente
Diario El Mercurio, domingo 29 de julio de 2012
Con Miguel Arteche se nos va el memorable poeta de una generación que hizo época en la lírica chilena del siglo pasado: la que incluye, junto al suyo, los nombres de Efraín Barquero, Enrique Lihn, Armando Uribe y Jorge Teillier.
Dos experiencias claves dominan su obra, a la vez que coinciden, con los momentos más felices de su lenguaje. La primera es una intuición -religiosa, más que metafísica, de la delgadez del tiempo y del espacio, atravesados por la presencia de lo Absoluto. El aquí y el ahora de una Realidad eterna que se manifiesta tras los velos temporales.
Padre, Padre, ¿dónde estuvo
la montaña que borraste?
¿Y la puerta de la tierra?
¿Y las ventanas del aire?
Una profunda impresión de ausencia, de caducidad, de transitoria morada en un mundo que pasa, es la revelación de estos poemas, donde el amor a la belleza de la tierra se exalta en el sentimiento de su propia fugacidad. Es notable la frecuencia y variedad con que se multiplica en estos versos una situación determinada: el poeta a medianoche, en una habitación sin mundo alrededor, rodeada por aguas apocalípticas -lluvias, ríos- que lo precipitan en la eternidad. Es una situación que arrastra materiales de sueños, quizá obsesiones de infancia, y que, como verdadera imagen iluminante, se repite bajo formas diversas en varios poemas. Directamente:
A medianoche desperté.
Toda la casa navegaba.
Era la lluvia con la lluvia
de la postrera madrugada.
En "Girando" y en "El ojo" vuelve a reconocerse, envuelta en otro contexto, la misma revelación de un mundo que, anulada su aparente solidez de tiempo y espacio, fluye hacia las manos de Dios como un arca flotante en medio del diluvio. Diría que incluso esta experiencia matriz se reparte difusamente en otros poemas de distinto argumento, en todos sus poemas, como una modalidad concreta de sentir la propia muerte en la encrucijada del tiempo y la eternidad.
En esta misma encrucijada se sitúa la otra experiencia central del libro: la pasión y muerte de Cristo, que viene a ser aquella misteriosa cumbre donde la experiencia de la propia muerte y finitud se transfigura. A veces esta realidad es tema directo:
Cristo, cerviz de noche, tu cabeza
al viernes otra vez, de nuevo al muerto
que volverás a ser, cordero abierto
donde la eternidad del clavo empieza.
Pero otras veces el misterio religioso se aborda en ingenioso contrapunto con una anécdota actual e intrascendente, como ocurre en ese estilizado "Golf" con aire de canción, donde dos series narrativas se enlazan extrañamente: el caballero ocupado en la pelota de golf, imagen viva de una intrascendencia despreocupada y paradisíaca, y la historia dolorosa de la crucifixión de Cristo, contadas ambas según una aparente ilación mutua, que subraya tanto el risible ritual del deporte como la grandeza trágica del relato evangélico.
Tiembla el huerto con la espada.
A sangre tienen sabor
las aguas que da el olivo.
El gallo otra vez cantó.
Y el caballero golpea
una pelota de golf.
Están a la vista los mejores recursos de lenguaje en esta poesía, sus triunfos expresivos en la línea de la mejor tradición de la poesía castellana, de Quevedo y Góngora a nuestros días. El acierto más personal de Miguel Arteche es un lenguaje seco, rotundo, claro, de hondas raíces hispánicas, que no consigue su efecto poético mediante sabias asociaciones oblicuas, como la mayor parte de nuestra poesía de filiación francesa, sino frontalmente, por su contacto revelador con las cosas mismas. Si bien levemente literario, y por eso proclive a excesos barrocos, este modo de nombrar las realidades tiene una precisión nerviosa, descarnada, substantiva:
¡Oh no palpes el muro, no recorras la calle,
no levantes la tierra, no des vuelta la hoja!
Bajo la noche inmensa está temblando el valle,
y la muerte está roja.
Es un lenguaje que tiene la muerte metida dentro, y, con ella, toda una ascética e hispánica sabiduría de la vida. Virtud de este régimen verbal es la fuerza, la tensión dramática, una energía castiza y simple donde resuena la claridad de Quevedo, el dramatismo de Miguel Hernández, y también, más cerca de nosotros, la pasión de Gabriela Mistral, de la cual Arteche es uno de los pocos descendientes en Chile. Pero sobre todo -en sus momentos superiores- se oye aquí la voz ronca de Quevedo, su sentido de la vida y de la muerte, su sentido del verso y de la palabra.
Palabras del poeta
1 Sobre su generación
"Me siento parte de ella, pero también distinto. Alguien ha señalado que tanto Enrique Lihn como Alberto Rubio, como Efraín Barquero, como Jorge Teillier son poetas que crearon distintos mundos; y, justamente, ésa es la riqueza que tiene mi generación".
2 Influencia de T.S. Eliot
"...hay poetas que influyeron a otros poetas menores y cada uno de esos poetas recibe esa influencia de una manera distinta. Lihn, la recibe en lo coloquial, y yo la recibo en el lenguaje de lo sagrado, de lo religioso entre comillas, que es una de las partes de T.S. Eliot. Son influencias distintas y además no se puede decir que la poesía de Eliot haya sido decisiva en mi evolución, como no fue decisiva en la evolución de la poesía de Enrique Lihn".
3 La vocación del poeta
"Creo que el despertar de una vocación siempre trae consigo el asombro.
Asombro de sentir todo lo que nos rodea. Asombro de encontrar, en el caso de la poesía, algo que nos colmara. Asombro de no estar en el país de la infancia. Asombro de ver cómo algunas personas luchan por cosas transitorias, pequeñas, que no duran, que se desvanecen: eso que se llama poder en todas sus manifestaciones. Asombro es la palabra que para mí define muy bien lo que me parece sea la poesía, porque es el asombro lo que nos hace ver a las personas y las cosas como si las viéramos por primera vez. Como si recién hubieran nacido. Es como cuando nos enamoramos: todo se nos aparece como si por primera vez descubriéramos algo que no habíamos descubierto en la persona amada".
4 Un "mandala"
"Mi experiencia me dice que lo primero que tiene que hacer un poeta es rodearse de un círculo. Algunos lo llaman 'mandala', es decir, círculo mágico. Un poeta, lo quiera o no, pasa de este mundo a otros mundos, cuando comienza a escribir, no porque se sienta mistagogo, o un ser extraordinario, o se crea un profeta, sino porque el círculo le permite librarse de lo transitorio, y le permite pasar a lo permanente, lo cual no quiere decir que se olvide de los que sufren. Algunos creen que, antes de rodearse de este círculo, los poetas necesitan ciertos vapores que le inducirán al arrobamiento poético; y otros poetas toman tan en serio esto de 'cualquier medio', que se emborrachan, cosa no muy difícil en Chile; o recurren a la escritura automática de los surrealistas, que es la escritura que emplean muchos charlatanes. No creo en medios artificiales para lograr eso que se llama 'inspiración'".
5 Falta de rigor en la poesía joven
"Una cosa es la fuente clásica, el conocimiento de un clásico, me refiero a los clásicos españoles, que son los que obviamente uno tiene más cerca. Esa es una cosa, y otra cosa es el conocimiento del oficio. El oficio a la manera de Federico García Lorca o como antes lo tuvo Rubén Darío. El oficio de saber escribir bien un poema, como el oficio que consiste en escribir una buena sonata, o el oficio que necesita un carpintero en hacer un buen tablero de ajedrez. Esto parece que aquí algunos, no todos por supuesto, prescinden de oficio porque no lo tienen, prescinden de los clásicos, porque no los conocen y si los conocen, es sólo superficialmente."
6 Sobre el mundo y el silencio
"Cuando un poeta entra en sí mismo, no es para huir del prójimo sino para estar más cerca del prójimo en su mismidad. El silencio es absolutamente necesario, es como el oxígeno. (...) Esto permite entrar en uno mismo como lo dije en un verso del poema 'El agua', y al entrar en uno mismo se puede entrar en los demás. El problema es que el hombre de hoy no sabe entrar en sí mismo; dicho de otra manera, huye de sí mismo, y lo hace porque no conoce el silencio".
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