Última luz en un espejo portátil
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 30 de julio de 2012
No me gusta escribir sobre la muerte,
más que nada por superstición.
Pienso que, de hacerlo,
propiciaré alguna forma el hecho fatal
o llamaré la atención de las Parcas.
Me imagino a los amigos
y conocidos comentando:
"Qué increíble:
la última crónica que este ñato escribió
fue precisamente sobre la muerte, jo jo jo".
Yo creo que el miedo a la muerte
corresponde en la mayoría de los casos
al miedo a perder la autoconciencia.
Las ideas esotéricas
de una conciencia universal,
de la disolución del yo en algo mayor
-la fría eternidad, por ejemplo-,
de la transformación del ser
en partículas vibrátiles
de polvo estelar o de barro:
todo aquello es horrible
para quienes nos hemos criado
en el apego occidental
a las certidumbres de lo perceptible.
Es preferible suponer
que no hay trascendencia alguna
y que nuestro nombre y los recuerdos
que dejamos se irán extinguiendo
de a poco mientras nuestro cuerpo
da lugar a otra cosa en una
colina soleada no muy lejos del mar.
Por cierto, nuestra vida
tuvo un segundo comienzo
en el momento remoto de la infancia
en el cual nos vimos nosotros mismos
y nos dimos cuenta de que nos veíamos.
Es paradójico que el fenómeno de la identidad
tenga como base el desdoblamiento.
De cualquier modo,
si bien los mecanismos de la memoria
podrían asimilarse a los de la ficción
o a los de la ensoñación,
lo poco que podemos afirmar
sobre la realidad procede
de lo que hemos experimentado
a través de ese espejo del yo,
esa cuestión portátil
con la que nos orientamos
en un espacio que no podemos
visualizar directamente.
A veces me viene una especie
de molesta inquietud al recordar
-por decirlo de alguna manera-
los tiempos anteriores a mi nacimiento.
Uno da por hecho que tales tiempos
son o fueron reales, pero sólo podría
acreditar su existencia mediante
inferencias o declaraciones de fe.
Los años cincuenta, por ejemplo:
qué es eso, dónde está:
fotos de ordenados antejardines
y gente juiciosa y bien vestida
asomada por la baranda del zócalo;
relatos de hechos anecdóticos
sucedidos en campos
actualmente enajenados,
inubicables en el mapa;
viejas grabaciones de voces confusas
en las que se puede constatar
el acento chileno canalizado
en un timbre distinto.
Cuando me muera,
cuando desaparezca
esa autoconciencia inaugurada
alguna vez en un patio
de viejas paredes verde agua,
entiendo que ingresaré
a una temporalidad parecida
a la de los años cincuenta,
si no a la misma.
Tal como no existía entonces,
ni siquiera como posibilidad filosófica,
disfrutaré en lo sucesivo
de mi ilimitada no existencia
(a menos, por supuesto,
de que sean efectivas teorías
como la reencarnación
o la resurrección de los muertos).
Borges se asombraba
de que la gente
se resistiera a morir.
Barthes pensaba
que la mayoría de las personas
se conducen como si fueran inmortales.
Y Jung -después de tanta
especulación e investigación-
concluyó que la muerte
era atroz en todos los frentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS