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El viaje siempre tiene que ver más con uno que con el lugar -de Chile a China‏



Mujeres que viajan solas
La interminable travesía de una chilena a ChinaYen min Sun
Diario El Mercurio, Revista del Domingo, 29 de Julio de 2012

El tránsito no se determinaba por los signos, sino por la "convivencia". Había que mirar y mirarse. Entonces caí en cuenta. Era como una pecera: nada se detiene, pero tampoco nadie se choca. Y todo empezó a adquirir sentido. Me parecía lo más acertado. Si todos se detenían en cada semáforo, los viajes serían aún más largos.

Lo que uno ve se puede entender de muchas formas. Es demasiado fácil dar por naturales cosas que no lo son.

En Occidente, nuestro comportamiento va más por el lado de la culpa. En Oriente, por el del honor. 

El mandarín requería otra manera de usar la garganta, la boca, otra forma de soltar el aire, de respirar. 


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No sé por qué hice este viaje. Tampoco los que le han seguido. Hay razones que podría armar fácilmente, pero sé que en realidad no son ésas. Hay otras razones (pulsiones desconocidas y poderosas) que tratan de salir sin pedir permiso ni esperar ocasión. Pensaba (sigo pensando) que los viajes me podían acercar a ellas.
Hace doce años, con la excusa de un emprendimiento idiomático (quería traer profesores certificados para enseñar correctamente el chino mandarín en Chile), me fui a Shanghai y Beijing. Iba a estar allá sólo un mes. En ese momento no sabía que ese viaje sería el inicio de una maratón permanente hacia el "planeta" China, a donde regresaría cada año para agregar o repetir alguna ciudad: Xi an, Guandong, Ningbo, Hangzhou, Shenzhen, Pujiang.
Todavía hoy, cuando recorro ese país, me pregunto qué hago ahí; por qué no estoy en París o en Portugal. No me sobraba ni me sobra el dinero y estas escapadas no me salen gratis. Es verdad que yo no viajo como "turista" o como alguien "ajeno", y que en el fondo me propongo pertenecer, vivir como china. Me ayuda mi cara, que no es del todo wai ren, o de forastero. Aún así, en ese momento hace doce años, tuve que afrontar el hecho de que no sería un viaje fácil o placentero. Nunca lo ha sido.
Soy hija de un chino inmigrante que nunca quiso dejar su país. Líder comunista de su zona, debió abandonar China intempestivamente, perseguido por el Kuomintang, la fuerza nacionalista dirigida por Chiang Kai Shek en oposición a la de Mao Tse Tung. Se vino a vivir a Chile antes de la instauración de la República Popular en 1949. Salió sin despedirse de nadie. Cuando me contó su historia, yo tenía veinte años y por primera y única vez me permitió ver su tristeza, el dolor que le provocaba que nunca alcanzó a decirle adiós a su madre.
Con todo eso a cuestas, partí.
Decidí irme por el Pacífico, en una ruta tipo "Matadero-Palma" que ahora parecería ridícula: hacía cuatro paradas antes de llegar a Shangai. Todo era como un ascensor. Se abría la puerta del avión y yo estaba como por arte de magia en un piso diferente, en otro lugar. No había transición. Primera parada, Isla de Pascua. Seguí a Tahiti. Cada vez éramos menos los chilenos a bordo y ahí sentí que quedaban colgadas las últimas palabras en español que pronuncié y que escucharía hasta mucho tiempo después.
Quería dormir, pero debía tomar el avión a China ese mismo día, en la medianoche tahitiana. A medida que avanzaba en el viaje, iba retrocediendo en las horas calendario. Viviría 12 horas más en el mismo día. Traté de dormir, pero no podía. Lo intenté otra vez. Y otra. Y otra. Hasta que me rendí. Así que salí a caminar y me sentí en un lugar onírico, entre tropical e invernal, con viento y lluvia al mismo tiempo. La gente hablaba francés, pero sus rostros eran los de las pinturas de Gauguin.
Cuando retomé el ascensor, hicimos una nueva escala en una isla cuyo nombre parecía describir cómo estaba viendo yo las cosas: Rarotonga, en la Polinesia neozelandesa. Cuando aterrizamos en Auckland, la ciudad más grande de Nueva Zelandia, la escena me pareció lo mas "familiar" que había visto desde que dejé Chile. Y me sentí segura. Era una ciudad con un aire que sólo se me ocurrió calificar como austral. Había autos al lado de yates. Era martes, pero parecía domingo. La densidad de pobladores por cuadra parecía de tres a cuatro personas. Era la última pausa, el último vistazo a la cultura que me resultaba más conocida. Luego de una noche, arribé a Shanghai.
No exagero si digo que en Shanghai sentí que había dejado el ascensor para entrar en un túnel. Parecía como si viajase por un tubo con líquido de contraste, donde yo -el cuerpo extraño- quedaba en evidencia. Era claro y definitivo para mí: eras o no eras chino. No había medias tintas ni maneras de pasar desapercibida. La ciudad se desplegaba como un desafío en casi todos los aspectos: ir al baño, comer, tener una conversación casual, reírse con otro de lo mismo. Entenderse.
Me acerqué a una especie de mesón del transporte público y logré pronunciar correctamente el nombre del hotel al que quería llegar. Sabía que eso era un logro y no pensaba desvalorizarlo. Mi jet lag era tan largo como la Muralla china y el mandarín es un idioma tonal, donde cada sílaba puede tener cuatro significados. Así que me regocijé de orgullo por un breve momento. Fue lo que tardé en darme cuenta de que nadie parecía saber qué línea de buses debía tomar. Una chica preguntaba a otra si me servía la número 4, mientras una tercera decía que en realidad debía tomar la número 8. Llamaron a otro más, y pude ver cómo en menos de cinco minutos se había armado un grupo alrededor mío donde todos hablaban fuerte, intentando acordar hacia dónde debía ir. Mientras estaban en eso, también me miraban entera. Se hacían preguntas e intercambiaban comentarios sobre mí sin disimulo alguno a pesar de que estaban delante mío. Me quería morir y sentí una vergüenza feroz que disimulé -como china- con mi mejor sonrisa.
En el trayecto al apart hotel que había encontrado por Internet me quedó claro que nadie hablaría inglés, menos español. Mi nombre, que era lo único que sabía escribir en chino, me salvó de quedar sin habitación. Para registrarme firmé muchos papeles sin entender nada. Pero los chinos me daban confianza. No veía mala intención por ningún lado.
Ese primer día, me instalé y salí a dar una vuelta, que sólo confirmó mi estado después de dos días de viaje casi sin dormir. Me devolví a los 20 minutos. Sin embargo, no logré un sueño largo ni menos uno reparador. Todo era ajeno y diferente de una manera que iba más allá de lo evidente. Esa sensación era tan fuerte en mí como mi imposibilidad de definirla.
Al otro día llegué a la academia Mandarin House, de Shangai, donde iba a partir el aprendizaje de mandarín. Salté de alegría porque, efectivamente, tal como calculé, podía ir caminando. Eso no me ha vuelto a suceder en ninguno de los catorce viajes posteriores. Las distancias en China hacen referencia a un espacio geográfico inimaginable para cualquier chileno. Allá "cerca" casi siempre significa 45 minutos en metro, taxi o micro.
Las reglas del tránsito fueron el primer desencuentro claro y cotidiano para mí entre Occidente y Oriente. Las calles estaban llenas de bicicletas. Algunas cargadísimas hasta lo imposible, incluso si se hubiese tratado de un espectáculo de equilibrio en un circo. La habilidad de los chinos para esquivar y esquivarse era impresionante. Pero ése no era el principal problema. Cuando el semáforo me dio verde, nadie se detuvo. Más encima aparecían bicicletas que venían de otra esquina, así que la que tenía que detenerse era yo. Luego de un rato, me pregunté si realmente sería ése mi semáforo. Pero me di cuenta de que las personas que estaban al lado mío ya habían cruzado. No entendía cómo. No había ningún otro semáforo y yo parecía estar en lo correcto. Esperé otra luz verde y ocurrió lo mismo. Dubitativa, me lancé con susto, obligando a varios ciclistas a detenerse. No alcancé a poner cara de reproche, porque ellos ya se habían adelantado y me hablaban como retándome.
Me ocurrió lo mismo en todos los semáforos hasta llegar a la academia. Estaba atrapada entre la sorpresa y el enojo, pero por sobre todo estaba desconcertada. No entendía. Sólo pude deducir entonces que debía mirar a todos lados y cruzar las calles mostrando un ritmo claro, una actitud decidida, para que automovilistas y ciclistas supieran qué esperar de mí. El verde sólo me aseguraba que disminuirían la velocidad. Sólo me daba una oportunidad.
Benedikt Bayer, un alemán del que me hice amiga, a diferencia del resto de los wairen que conocí en esos días y que se limitaban a mover la cabeza con desaprobación, se había dado el trabajo de observar y compartió conmigo lo que había descubierto hasta ese momento: en Shanghai (luego sabría que en China en general) el tránsito no se determinaba por los signos, sino por la "convivencia". Había que mirar y mirarse. Entonces caí en cuenta. Era como una pecera: nada se detiene, pero tampoco nadie se choca. Y todo empezó a adquirir sentido. Me parecía lo más acertado. Si todos se detenían en cada semáforo, los viajes serían aún más largos.
Mi amigo alemán me había hecho el mejor regalo que se le podía dar a una viajera que aspiraba a ser una china más. Lo que uno ve se puede entender de muchas formas. Es demasiado fácil dar por naturales cosas que no lo son.
El viaje a fin de cuentas sucede con uno.
Entonces, empecé a mirar un poquito más. Todo eso del "choque cultural", la China milenaria, la división Oriente-Occidente, se convirtió en una lucha diaria por darme a entender. Por no quedarme en la primera interpretación. Por salir de la "zona cómoda". Por desafiarme a ser ignorante y ajena casi todo el tiempo.
La vida en Shanghai era completamente otra, y eso no tenía que ver con elegir palitos o tenedor para comer, ni con tener los ojos redondos o rasgados. La diferencia estaba más allá. Los chinos parecían esquivos para ayudar a alguien en la calle, o para intentar entender lo que yo balbuceaba en chino. El gesto podía parecer rechazo, frialdad, hasta mala educación. Y sin embargo, tenía más que ver con la vergüenza.
En Occidente, nuestro comportamiento va más por el lado de la culpa. En Oriente, por el del honor. Sentía que en esa diferencia había una respuesta a aquellas actitudes que no entendía, que no podía descifrar, pero que estaban presentes todo el tiempo.
Mi excusa para estar en Shanghai era aprender el idioma, pero había momentos en que la excusa resultaba una tarea brutal. A veces parecía simplemente una misión imposible. El mandarín requería otra manera de usar la garganta, la boca, otra forma de soltar el aire, de respirar. Aún así, todavía me río cuando recuerdo una clase en que no había manera de aprender un diálogo. Nos costaba tanto. La profesora nos hacía repetirlo una y otra vez. De pronto la situación se volvió tan absurda que estallamos en una risa imparable. Tuve que salir y no pude volver. Por primera vez vi a mi profesora con la misma cara de desconcierto que seguramente puse yo tantas veces antes.
El idioma no era lo único. En realidad, todo seguía costándome. Desafiándome. Pero China puede hacer todo, menos desilusionar. Y había momentos en que todo lo diferente se volvía liviano, agradable incluso para mí.
Había días en que salía a caminar por Nanjing Road (Nanjing lu) para ver las tiendas de Channel y Gucci, al frente de las cuales un viejo tibetano se instalaba con sus tres monos de circo a hacer un show. Luego ya podía instalarme a tomar un cortado, leyendo Vogue en chino.
Durante esos días fui al Museo de Shangai dos veces (con audífonos en español), escuché a Yo Yo Ma en vivo, vi al Ballet Contemporáneo de Beijing (los mismos que dibujaban bailando en la apertura de los Juegos Olímpicos del 2008), y vi los ensayos acrobáticos de la Troupe de Shanghai. Tuve acceso a todo y en todo sentido: variedad, precio, calidad.
Descubrí que la guía más recomendable era la Insider's, que tenía ediciones para Shangai y Beijing, ideales si una misma deseaba ser una insider. Tenían los datos de todo lo imaginable que uno pudiera querer, necesitar saber o desear. Había recomendaciones tan específicas como la mejor esquina para esperar un atardecer.
Cuento lo anterior por una deformación lectora: supongo que todo artículo de viaje debiera llevar algún dato, aunque yo creo cada vez menos en ellos. Durante esos días en Shangai, entendí que cada persona descubre o construye los suyos. No se trata necesariamente de lugares, sino de la experiencia. El viaje siempre tiene que ver más con uno que con el lugar.
La última de las cuatro semanas que estuve en China me fui a Beijing. Quería sumar vivencias (quizá en ese momento nació la actitud que tendría en los continuos viajes que sigo realizando a ese país), creía entender algo mejor las cosas, me sentía un poco más cómoda, pero nada me preparó para la manera en que me recibió la ciudad.
La tormenta amarilla de primavera es el polvo del desierto de Gobi que, en algunos días y por algunos momentos, inunda con sus ráfagas a toda la ciudad.
Mi tormenta amarilla llegó mientras estaba en un café de la BLCU, la Beijing Language and Culture University, que en chino se llama Beijing Yu Yuan Daxue. Era un viento enorme que arrastraba un polvo con la densidad de la arena, y cubría las calles. A veces, me decían, las tormentas eran suaves y ligeras. Muchas otras, eran breves pero contundentes, y en minutos todo quedaba cubierto de una capa ligeramente amarillenta. La ciudad se agitaba de una manera que me parecía dramática. La gente corría, se colocaban pañuelos o lo que fuera en la boca, o derechamente se cubrían toda la cara. Se apilaban en las esquinas, mientras el resto de las veredas quedaba despoblado. Parecía casi un juego: había que adivinar a dónde se había ido todo el mundo. Cuando la tormenta amarilla llegaba, todos los locales cerraban sus puertas y ventanas en cosa de segundos.
En ese momento, yo estudiaba con Chris, un compañero belga de la Academia. Nos miramos sorprendidos y fascinados ante este comportamiento inesperado de la naturaleza. Eran las 5 de la tarde, y a eso de las 8 la tormenta seguía. Empezamos a entrar en desesperación. Queríamos irnos. Miramos al administrador del café, en busca de alguna sugerencia. Nos miró de vuelta con una sonrisa y dijo: ¿quieren pedir algo más? Inquietos, le preguntamos cuánto duraban generalmente las tormentas. Sólo respondió: bu zhidao, "no sé", acompañando la expresión con un gesto que parecía decir "no jodan".
Era evidente que nadie más estaba preocupado. Éramos los únicos inquietos. Más bien, éramos los únicos que esperábamos que hubiera algo que hacer, una solución frente a la tormenta. Éramos nosotros los ingenuos, sospeché pronto.
Beijing siempre es gris por la contaminación. Luego de la tormenta, no había gran diferencia en el cielo. La ciudad volvía rápidamente a su movimiento, sin que nadie comentara nada en especial sobre lo sucedido. Las calles con polvo, los ojos irritados, el pelo lleno de pelusas. Los que tenían tiempo, corrían a sus casas a tomar una ducha. El resto seguía como si nada.
Con Chris tuvimos que esperar varias horas más antes de poder abordar el metro. Beijing en ese momento estaba construyendo tres nuevas líneas y eso implicaba caminar largos tramos por vías llenas de hoyos, con ruido insoportable, pozas que parecían lagunas, maquinarias por todos lados, sólo para cambiar de línea. Tampoco entonces vi a nadie quejarse o buscar solidaridad. La gente simplemente caminaba. Era el sacrificio individual por el bienestar colectivo -o el futuro- que se obedecía sin cuestionamientos. Así que caminé.
Doce años después, aún no sé por qué hice ese viaje. Ni ése ni los que le han seguido. Creí que si escribía sobre esos días quizá pudiera descubrir la razón. O al menos entender por qué todavía sigue siendo tan difícil dejar de sentirme una turista en China. Y por qué, a pesar de eso, insisto en volver.
Aún no me queda tan claro. Intuyo que iré otra vez.

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