por Alfredo Jocelyn-Holt - 02/11/2013
Las ferias de libros son como las procesiones y romerías. Las mueven hordas de creyentes (es lo que se predica). Los escritores, de escapulario y misal, hacen las veces de oficiantes, de popes u obispos muy solemnes; los “stands”, a su vez, de improvisadas ermitas donde prenderle una vela a algún santo favorito o de moda; y las editoriales, por último, de formidables congregaciones, celosas unas de otras, a la caza de las almas en pena que deambulan por los pasillos en círculos. El gentío que peregrina año a año se supone que lee, conforme, pero ese no es el punto (¿quién lee en una feria?). Y, al igual que en las procesiones en que devotos que le pegan a la señora se hincan y arrepienten, aquí a nadie se excluye, como en los maratones. La idea es guardar la fe (¡venid y vamos todos!), amén que democratizar la cultura. La de este año es “pa’l que lee”.
Lo que no calza en este cuadro son los libros, esto es, “existencias” de las que hay que deshacerse para aligerar los costos de almacenaje (según las editoriales), o “ejemplares” que hay que vender para que lo vuelvan a publicar a uno (según los autores). El punto es que los libros son algo muy delicado, frágiles, únicos, y se les aprecia mejor “pa’ callao”, idealmente en librerías o bibliotecas. Leo a Azorín quien, tras años de búsqueda sin suerte, persiguiéndolo en catálogos, escabulléndosele dos o tres veces (“un librero a quien íbamos a comprárselo lo acaba de vender”), va a parar a una librería un día cualquiera, y “cuando menos lo esperamos, buscando otra cosa, nuestras manos se posan sobre un volumen, lo examinamos distraídamente y no podemos reprimir una viva exclamación: el volumen ansiado está en nuestras manos”.
En definitiva, las ferias de libros son el “Bautista” que anuncia al “Mesías”: los “retailers” online que supuestamente lo tienen todo y lo ponen a la puerta de la casa (hasta bandejas de comida listas para el microondas). Pero, para ello, hay que antes hacer mercado, y en Chile eso aún no se da, de ahí que tengamos “ferias”. De hecho, en países donde se lee, y en serio, no existen las ferias, y cuando las hay, como la de Frankfurt, son otra cosa: más de la mitad de sus “visitantes” son ejecutivos de editoriales, autores, periodistas y traductores. Tampoco en dichos países sólo leen “en verano” y puras novelas (esas que hacen bulla), género literario quizá sobrevalorado.
Pero, es lo que hay y por eso se nos sigue “evangelizando”, como si siguiéramos en pleno “Descubrimiento y Conquista”, que no es el caso. No hace mucho tuvimos editoriales universitarias de peso (hoy sólo la UDP es la excepción y ahí básicamente en su línea literaria). Thomas Mann y Encina fueron alguna vez best sellers. Luego, la educación se masificó y hasta quienes leían dejaron de hacerlo. En efecto, a contadísimos “colegas” académicos les oigo hablar de libros, o se les nota que leen, y a alumnos (que leen más que sus profesores) menos también. Ya no recuerdo la última vez que escuché decir de alguien, en son de elogio, que sería “culto”. ¿Es porque ya no hay cultos entre nosotros, no es signo de distinción, suena elitista? Puede ser que me equivoque, pero antes, además, como que no se “opinaba” tanto y menos se permitía quedar tan en evidencia.
Lo que no calza en este cuadro son los libros, esto es, “existencias” de las que hay que deshacerse para aligerar los costos de almacenaje (según las editoriales), o “ejemplares” que hay que vender para que lo vuelvan a publicar a uno (según los autores). El punto es que los libros son algo muy delicado, frágiles, únicos, y se les aprecia mejor “pa’ callao”, idealmente en librerías o bibliotecas. Leo a Azorín quien, tras años de búsqueda sin suerte, persiguiéndolo en catálogos, escabulléndosele dos o tres veces (“un librero a quien íbamos a comprárselo lo acaba de vender”), va a parar a una librería un día cualquiera, y “cuando menos lo esperamos, buscando otra cosa, nuestras manos se posan sobre un volumen, lo examinamos distraídamente y no podemos reprimir una viva exclamación: el volumen ansiado está en nuestras manos”.
En definitiva, las ferias de libros son el “Bautista” que anuncia al “Mesías”: los “retailers” online que supuestamente lo tienen todo y lo ponen a la puerta de la casa (hasta bandejas de comida listas para el microondas). Pero, para ello, hay que antes hacer mercado, y en Chile eso aún no se da, de ahí que tengamos “ferias”. De hecho, en países donde se lee, y en serio, no existen las ferias, y cuando las hay, como la de Frankfurt, son otra cosa: más de la mitad de sus “visitantes” son ejecutivos de editoriales, autores, periodistas y traductores. Tampoco en dichos países sólo leen “en verano” y puras novelas (esas que hacen bulla), género literario quizá sobrevalorado.
Pero, es lo que hay y por eso se nos sigue “evangelizando”, como si siguiéramos en pleno “Descubrimiento y Conquista”, que no es el caso. No hace mucho tuvimos editoriales universitarias de peso (hoy sólo la UDP es la excepción y ahí básicamente en su línea literaria). Thomas Mann y Encina fueron alguna vez best sellers. Luego, la educación se masificó y hasta quienes leían dejaron de hacerlo. En efecto, a contadísimos “colegas” académicos les oigo hablar de libros, o se les nota que leen, y a alumnos (que leen más que sus profesores) menos también. Ya no recuerdo la última vez que escuché decir de alguien, en son de elogio, que sería “culto”. ¿Es porque ya no hay cultos entre nosotros, no es signo de distinción, suena elitista? Puede ser que me equivoque, pero antes, además, como que no se “opinaba” tanto y menos se permitía quedar tan en evidencia.
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