por Joaquín García-Huidobro
Diario El Mercurio, Reportajes, domingo 4 de diciembre de 2011
Una conocida forma de tortura consiste en impedir el sueño de la víctima. Cuando se alteran sus ritmos hasta el punto de hacerla incapaz de distinguir el día de la noche, la persona pierde toda orientación y se hace fácilmente manipulable. Así, llega un momento en que el individuo torturado de esta manera pierde el sentido mismo de la realidad.
Cuando uno piensa en tortura se imagina, de inmediato, al verdugo y al torturado. Piensa en graves conflictos, en la represión de disidentes o en la lucha antiterrorista. Sin embargo, lejos de esos dramáticos escenarios, hoy son muchos los chilenos que se infligen a sí mismos esta refinada forma de lesión de su estabilidad psicológica, que parece propia del sadismo de un malvado torturador.
Ya el jueves en la noche e incluso el miércoles, miles de jóvenes y no pocos adultos comienzan a alterar sus horarios. Son como vampiros, cuya vida comienza cuando cae la oscuridad, y terminan por aborrecer la luz matutina.
Los motivos para alterar el ritmo del sueño son variados. Nuestros parlamentarios nos han dado estos días un ejemplo, no muy bueno, en este sentido. Es cierto que siempre cabe una excepción, y la educación bien merece un esfuerzo, pero ¿qué pasa cuando la excepción se convierte en hábito, como sucede con nuestro criollo "carrete"?
Los especialistas nos advierten que no da lo mismo la hora en que uno duerma, y que es necesario mantener una cierta regularidad. De aquí a unos años tendremos a millones de chilenos afectados por el insomnio. Tendrán tiempo abundante para leer: "Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño. ¡Perder el sueño [...], descanso de toda fatiga: el más dulce alimento que se sirve a la mesa de la vida".
Pero no se trata sólo de que los chilenos del futuro tendrán graves dificultades para dormir. Una consecuencia de estos malos hábitos es el aumento de las depresiones. Los profesores somos testigos del creciente aumento de esta enfermedad. Personas que, en condiciones normales, habrían pasado la vida sin grandes sobresaltos, terminan transformando su existencia en un martirio. Todo por haber alterado sus ritmos de descanso ("el sueño es un sacramento", decía Chesterton).
La depresión se combate con antidepresivos, un invento maravilloso, que ayuda a paliar los males que, en parte, nosotros mismos hemos causado. Pero los antidepresivos tienen una limitación importante: no deben ser combinados con alcohol. En Chile, sin embargo, se mezclan las depresiones, con los trasnoches, con el alcohol, con un ruido impresionante, con mucho humo e incluso con drogas. Un cóctel capaz de machacar la psiquis de cualquiera.
El resultado es conocido: tal como en una sesión de tortura, la ruptura con los ritmos vitales hace que las personas lleven a cabo actuaciones que jamás realizarían en condiciones normales. La prensa de estos días nos informa que nos estamos acercando a los récords mundiales en dos materias poco envidiables: el aumento de accidentes del tránsito bajo la influencia del alcohol, y el incremento de suicidios juveniles. En un contexto normal, nadie busca matarse ni matar, pero cuando la persona queda desarraigada de su hábitat protector termina siendo capaz de cualquier cosa.
¿No habrá una relación entre todos estos factores que nos preocupan? ¿No estaremos pagando las consecuencias de un modo de vida ajeno a la condición humana? ¿Qué sentido tiene mostrar una enorme sensibilidad ecológica si se es incapaz de darse cuenta de que esa preocupación comienza por casa, con la necesidad de vivir de un modo más sensato?
Urge recuperar una ecología humana, volver a poner cada cosa en su lugar. Pero no resulta fácil. Ya fracasó, hace unos años, la campaña "más temprano, mejor". El negocio de alienar a miles los jóvenes es particularmente rentable. Además, para todas las personas, pero especialmente para los adolescentes, el argumento "es que todos lo hacen" resulta casi irrefutable.
¿Quién tendrá el valor de plantear un modo de vida diferente, más constructivo? Para que una campaña así sea eficaz no puede basarse en arengas morales de columnistas o planes ministeriales. Chile necesita encontrar personas jóvenes capaces de plantear un modo de vida más conforme con la naturaleza. No tienen por qué ser numerosos, basta con que tengan el valor suficiente.
Los mayores podemos hacer muchas cosas por nuestros compatriotas más jóvenes, pero no ésa. Si ellos no son capaces de resolver su problema, nosotros sólo podremos derramar lágrimas.
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