por Claudia AldanaDiario El Mercurio, Martes 06 de Diciembre de 2011
Cada vez que la gente me dice "tu Fátima es una bendición, va a estar contigo toda la vida", me espanto. Para mis dos hijas, siempre he pensado en dejarles una sola herencia: la importancia de ser independiente. Independiente, en el sentido que ellas sepan pararse frente a este mundo, hacerse cargo de sí mismas, que sepan generar un ingreso, que no crean que sin su "media naranja" en la vida no existen. Quiero que sepan desde el día uno en esta tierra, que ellas mismas son suficientes para ser felices y realizadas. Quiero que sean independientes, que sepan moverse libres por la vida, sin angustiarse por el qué dirán ni por complacer a nadie más que a su corazón, que me encargaré que sea bien intencionado; quiero que ellas sean capaces de llegar hasta donde quieran, que el cielo sea el límite, que usen todo ese potencial que veo corriendo dentro de ellas cada vez que me concentro en sus ojos y en sus movimientos. Y cuando hablo de autovalencia, de capacidad de hacerse cargo de sí misma, pienso especialmente en mi Fátima. Quisiera poder regalarle las herramientas que necesite para vivir a full su potencial, que encuentre una manera de ganarse la vida, que se realice siendo un miembro activo de esta sociedad. Quiero regalarle la inclusión, y esa es mi motivación, cada mañana, cuando la obligo a sentarse aunque reclame, cuando le hago los ejercicios que me enseñan en la Cruz Roja: quiero que ella logre sus objetivos de corto plazo -aprender a sentarse sola, llevarse los juguetes a la boca como cualquier guagua de seis meses, caminar al año y meses- para tener un desarrollo relativamente normal, y también pienso a futuro, muy a futuro: que el día que tenga 25 años, mi hija sea parte activa y participativa de esta sociedad. Que tenga un trabajo que la motive, que la haga levantarse feliz, cumplir horarios, pagar impuestos, andar en transporte público, conocer gente e incluso enamorarse. Pienso en la Fátima, a sus 25 años, y sueño con que todo el esfuerzo que hacemos a diario todos los que la queremos, la empuje a llegar a ser lo mejor que pueda. Esa es mi esperanza. Y para eso, me la juego cada día: su futuro es hoy. No sirve de nada que yo hable de integración, que mire feo a las viejas que en el supermercado nos miran y le ponen cara de lástima -señora, no sufra por mi hija: ella tiene una familia que la ama, y recibe mucho más que muchos niños "normales" en su vida- si no trabajo hoy por su futuro. Es una lata tener que perseguirla a veces para que haga sus giros, para hacerle los masajes de encía y la estimulación a la lengua que me permita que ésta sea menos hipotónica y ayude más en el proceso de comer y hablar. Todo eso que mi hija necesita hoy, y que me tiene dedicada por completo a ella, debería incidir positivamente en su futuro. Esa es nuestra apuesta. Y sólo nos queda tener fe en que así será.
Pero hay que ser realistas. Concretos. ¿Podrá votar mi hija en las elecciones democráticas de su país? No lo sé. Si se enamora, ¿podrá casarse ante la ley? Me consta que no puede. ¿Puede acceder a un seguro de vida con ahorro, como cualquier persona, si es que se lo pago? Desgraciadamente, no. El sistema completo está en contra de este regalo que quiero hacerle. Por eso hay que pelearla el triple: ya hablaremos del tema de los colegios, y las experiencias que ustedes han compartido conmigo. ¿Puede una sola mamá, por muy voluntariosa que sea, cambiar pequeñas cosas en este mundo, para que su hija sea una ciudadana, igual que el resto?
Todo se ve en contra. Pero les juro que la voy a pelear. Siempre, la voy a pelear porque ella sea independiente.
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