Tribuna
por Juan Orrego Salas
Diario El Mercurio, Viernes 16 de Diciembre de 2011
http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/12/16/ano-del-centenario-de-alfonso.asp
El 4 de octubre de 1912 nació en Santiago este colega compositor que después pasaría a ser mi amigo. Hizo sus estudios humanísticos en el Liceo Alemán, donde también hice los míos. Allí compartimos varios profesores y luego intercambiamos recuerdos humorísticos, de admiración y afecto sobre ellos. En la Universidad Católica, él recibió su título de ingeniero agrónomo. Yo, unos años después, el de arquitecto.
Mientras él habría de aprovechar lo que aprendió en trabajar las tierras de su familia en Aculeo, yo me aparté de ejercer la profesión de arquitecto en favor de una dedicación total a la música.
Sin embargo, su caso y el mío no fueron esencialmente diferentes. Él volcó sus conocimientos en dar fertilidad a la tierra y contemplar la naturaleza, fuerzas que lo motivaron profundamente en su música. Yo me afirmé en lo que aprendí en mis estudios universitarios: que todo orden y desarrollo de una idea procedía de principios similares, tanto en la música como en la arquitectura.
Nos encontramos por primera vez en la cátedra del profesor Humberto Allende, en el Conservatorio Nacional de Música. Él era un alumno avanzado, de veinte años. Había ya escrito una misa, varias obras corales, para piano, canciones y comenzado una ópera, "Magdalena", que deja inconclusa. Yo, siete años menor, era un principiante en composición, con un par de bocetos que me habían servido para ser aceptado como alumno de este maestro.
En esos años Alfonso contrajo matrimonio con Margarita Valdés, con cuyos hermanos Blanca y Gabriel habían formado el cuarteto vocal Letelier-Valdés, que además de muchas otras composiciones cantaban las suyas. Recuerdo con emoción "La Palomita", sobre un motivo criollo, y otros coros.
Pero, tal vez, lo que más a fondo me conmovió en mi amistad de entonces fue acompañarlo a su casa en las riberas de la laguna de Aculeo y observar cuán unido estaba él a la belleza de ese campo, a la generosidad de los almendros y sandiales, al perfil de los cerros y cuánto la motivación de todas estas imágenes resurgía en su música. Mientras a mí me impresionaba el paisajismo de su creación, quienes la analizaban con una visión técnica veían en ésta, "el expresionismo alemán", "la riqueza de sus alteraciones cromáticas" o los resabios del "impresionismo francés", elementos que le eran afín, pero que no interpretaban su esencia.
El humorismo, del que ocasionalmente hizo uso Alfonso, fue evidente en su "Suite Grotesca" (1936), para piano, y de manera más bucólica en el hermoso Movimiento para piano y orquesta que tituló "La vida del campo" (1938), singularizado por el empleo de ritmos de cueca, que lo sitúan en lo particular del folclor chileno. La esencia de esto me explica el que años después Alfonso haya establecido una relación de gran interés musical por Violeta Parra.
Sin embargo, creo que antes mi amigo compositor había comenzado a expresarse en un discurso dramáticamente más introspectivo, presente en los bosquejos para una ópera-oratorio, "Tobías y Sara", sin apartarse de aquello ya asentado en su personalidad: la motivación del campo y la naturaleza. Lo experimenté en sus hermosas "Canciones de Cuna" (1938-39), para voz femenina y orquesta de cámara, que dirigí en Santiago y en cuanto me expresó la música incidental para "La Anunciación a María", de Paul Claudel, que en su versión de concierto tituló "Vitrales de la Anunciación".
En la década de los cuarenta Alfonso escribió los "Sonetos de la Muerte", para soprano y orquesta, basados en los poemas de Gabriela Mistral, período de creación que coincidió con la muerte de su hermana Consuelo. El dolor profundo que esto le produjo pude observarlo entonces. Posiblemente lo sintió interpretado a fondo por la alegoría poética de la Mistral, y sin apartarse de la motivación que el campo despertaba en él y que había compartido con su hermana, compuso su obra maestra y cumbre de la música chilena.
A pesar del atonalismo que en esa época lo condujo y el empleo de un lenguaje más abstracto, su música sigue fiel a un discurso que no se pierde del gesto paisajista, el que persiste hasta el final de sus días en 1994. Transita en los años 50 por su "Suite Aculeu", sus "Canciones" sobre textos de Stephan George, sus "Madrigales Campesinos", sus "Preludios Vegetales" y su obra póstuma, la sinfonía "El hombre ante la ciencia", que se la considera un cuestionamiento de la muerte, que le produce la de su hijo menor, que entonces emerge en unión emotiva con el ritmo existencial de la tierra y naturaleza.
La presencia de Alfonso Letelier, del colega y amigo, y su obra, me la reviven hoy sus hijos: la voz expresiva de Carmen Luisa y la sólida obra de compositor de Miguel, ambos Premio Nacional, como su padre.
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