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El gorrión y la profesora francesa



por Camilo Marks
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 3 de noviembre de 2013

El estatus de escritor de culto, un término acuñado recientemente y que, para variar, proviene del inglés, por lo general sirve para rodear a novelistas, cuentistas, ensayistas o poetas de un halo semisagrado, esotérico, inescrutable. Y lo mismo se aplica a las películas de culto, los cantantes de culto, los directores de culto, que congregan en torno a sí a clubes de fanáticos que les rinden pleitesía y terminan siendo miembros de sectas que practican este moderno dogma. Si uno quiere participar en el ritual, debe conseguirse esos libros para iniciados o ver esos filmes recónditos, que permiten sentirse partícipe en cofradías donde es difícil entrar, porque nunca se saben los requisitos de admisión. A veces vale la pena hacerlo, pues se descubre a genuinos talentos; lamentablemente, se suele perder el tiempo y en el caso de la literatura, lo que pensábamos que iba a ser un hallazgo, en muchas ocasiones resulta un título tedioso y de escaso valor.

El uruguayo Mario Levrero (1940-2004), además de haber sido guionista de cómics, librero, humorista, inventor de crucigramas y juegos de ingenio, legó una extensa obra, que abarca el cuento - Espacios libres , 1986-, la novela - Los muertos , 1987- y el ensayo - El discurso vacío , 1996-. Mientras residió en su nativa Montevideo, fue un literato casi desconocido, leído apenas por unos pocos fieles devotos. Contribuía a esa invisibilidad su invencible fobia para conectarse con algo más que un puñado de amigos. Cuando estaba agobiado por las deudas y la falta de trabajo, se trasladó a Buenos Aires, se hizo cargo de un par de revistas de puzzles y supo, al fin, lo que era tener una dosis de seguridad económica. Además, la opción de iniciar una nueva vida en una megalópolis desconocida, tan opuesta a su tranquilo y antiguo barrio montevideano, se tradujo en un estallido de creatividad, en cierto reconocimiento literario y en el surgimiento de manías frescas, muchas de ellas provocadas por la absoluta soledad en que se encontraba y su radical misantropía o, para decirlo en forma suave, su escasa aptitud para relacionarse con los demás.

Diario de un canalla data de aquella época y acaba de ser reeditado, junto al póstumo Burdeos, 1972 . El primero es considerado una narración fundacional por los seguidores de Levrero. En sucesivas entradas, el prosista deja constancia, en un estilo repetitivo, cadencioso y por momentos hipnótico, de dos tribulaciones que arrastraba consigo: una fea y dolorosa cicatriz, producto de una operación a la vesícula que derivó en peligrosa infección, y el comienzo vacilante de un relato concebido para exorcizar el miedo a la muerte cuando supo que la intervención era inevitable. En su departamento de la calle Rodríguez Peña, ve a un gorrión indefenso apenas salido del cascarón, acurrucado en el inhóspito patio del edificio, encogido de frío, alimentado por sus padres con extremo ingenio y, aparte de algunos exabruptos misóginos u otras invectivas contra los médicos y enfermeras que lo atendieron, prácticamente toda la historia está centrada en sus enredados esfuerzos por salvar a quien llama Pajarito. Esta obsesión ornitológica, que sigue paso a paso los movimientos del ave, incluye diálogos con ella, diversos piares que emiten las demás criaturas aladas que acuden en su auxilio, presume actitudes, respuestas, reflexiones por parte del minúsculo ser todavía incapaz de volar y tal vez sea un tour de force si caemos en el embrujo que producen los refunfuños de Levrero.

Burdeos, 1972 , compuesta poco antes de morir, es el recuerdo incompleto, deshilvanado y difuso del apasionado y breve romance que Levrero tuvo con una profesora francesa y que causó, en un hombre que detestaba viajar, la súbita determinación de partir a un país europeo; la había conocido durante una recepción en la embajada y a los pocos días, perdidamente enamorado, tomó la decisión de irse con ella. Pero desde el principio experimentó una angustia recurrente, se quedó sin dinero, no podía trabajar y no se hallaba cómodo. Un día, mientras leía el diario en el baño, notó con pánico que el francés le invadía el cerebro y amenazaba con impedirle pensar en español. La magia se había roto y supo que había llegado la hora de volver. Tras unas semanas en París, subió a un avión por última vez en su existencia, y apesadumbrado, ansioso, sintiéndose culpable, se encontró de nuevo en Uruguay.

Así, estas dos piezas son una buena introducción a Mario Levrero, quien dista de ser un genio, pero puede surtir efectos cautivadores.
El volumen reúne "Diario de un canalla", considerada una narración fundacional por los seguidores de Levrero, y "Burdeos, 1972", el recuerdo incompleto, deshilvanado y difuso del apasionado y breve romance que el autor tuvo con una profesora francesa.

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