La prosa de la vida
por Carlos Peña
Diario El Mercurio, domingo 10 de noviembre de 2013
el desempeño de alguien
por las expectativas que desató,
en vez de medirlo
por las promesas que formuló
o los compromisos que adquirió,
el resultado es fácilmente previsible:
la desilusión lo inunda todo.
El principal peligro de Michelle Bachelet
es, entonces, el amor de transferencia,
esa relación que ha establecido
con gran parte del electorado
consistente en que más que amarla a ella,
el electorado ama en ella las expectativas
que ella fue capaz de desatar.
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¿Cambiarán radicalmente las cosas luego de la próxima presidencial en la que, a juzgar por las encuestas, ganará Bachelet?
Si se atiende a las expectativas que se han sembrado, no cabe duda que sí; si se examina el programa de Bachelet, no cabe duda que no. ¿A quién habrá que creerle entonces? ¿A lo que la gente espera o a lo que el programa ofrece?
La competencia presidencial de este año se caracteriza por dos cosas: la abundancia de candidatos (hasta ahora nunca hubo 9) y la abundancia de expectativas que los candidatos se han encargado de sembrar.
Y en eso Bachelet no ha sido una excepción.
Como suele ocurrirle a los personajes carismáticos (esas personas que, como sugería Weber, parecen dotadas de gracia, esos portadores de un aura que establecen intimidad casi inmediata con el público) ninguna palabra o gesto de Bachelet son inocentes. Cuando ella guarda silencio o formula generalidades, el efecto en la gente no es la duda, sino la certeza: las personas proyectan en ella todos sus anhelos y sus deseos e interpretan todos sus gestos como confirmando lo que ellas anhelan. Todo amor es un amor de transferencia, decía Freud cuando ya estaba viejo. Quería decir que cuando alguien ama, en alguna medida eso es porque ve en el objeto de su amor lo que habita en su propia subjetividad. En la política de masas, allí donde impera el carisma como en este caso, habrá que decir algo parecido: el amor por Bachelet es también el amor que la gente siente por sus propias expectativas. La adhesión política también es un amor de transferencia.
Pero esos amores no duran demasiado.
Cuando se mide el desempeño de alguien por las expectativas que desató, en vez de medirlo por las promesas que formuló o los compromisos que adquirió, el resultado es fácilmente previsible: la desilusión lo inunda todo.
El principal peligro de Michelle Bachelet es, entonces, el amor de transferencia, esa relación que ha establecido con gran parte del electorado consistente en que más que amarla a ella, el electorado ama en ella las expectativas que ella fue capaz de desatar.
Pero al amar más sus expectativas que a Bachelet, se equivocan.
Allí donde la gente piensa que el gobierno de Bachelet dará gratuidad en la educación en todos los niveles, el programa ofrece un cambio gradual que, en el mejor de los casos, alcanzará esa meta luego de seis años. Allí donde la gente abriga la esperanza de una reforma tributaria que aminore rápidamente la desigualdad, sólo existirá una modificación al cabo de cuatro años (y ella no consistirá en incrementos radicales, sino en un cambio de la base imponible desde renta percibida a renta devengada). En fin, allí donde se espera exista una reforma consensuada (que impedirá que el catálogo de derechos sociales que se cree instaurará, prosperen).
En suma, su gobierno no alterará el tranco histórico que hasta ahora ha traído Chile: una modernización capitalista, corregida poco a poco, dando un paso o dos a la vez, de manera gradual. Progresismo sí; pero gradual. La historia concebida no como avanzando de un salto a otro, sino como una escalera en que puede subirse al tercer escalón sólo después de haber estado en el segundo. Y así.
Todo hace pensar entonces que quienes abrigan la esperanza de cambios radicales (todos quienes creyeron que desde 2011 en adelante se había desatado, por fin, una nueva epifanía en nuestra historia) experimentarán una nueva desilusión y Bachelet tendrá entonces que gobernar con quienes, una vez que estalle la pompa de jabón de sus expectativas, sentirán que ella no estuvo a la altura.
Ese es casi siempre el destino del carisma.
Una distinción de Hegel puede llegar a comprenderlo.
En la cultura humana –enseña Hegel- la acción puede ser representada mediante la poesía o mediante la prosa. Hay pues momentos poéticos y otros meramente prosaicos.
En los momentos poéticos se piensa que hay una coincidencia entre el destino de la subjetividad y el destino de la colectividad. Es lo que ocurre cuando irrumpe en la escena un héroe o un líder carismático. Entonces se piensa, siquiera por un momento, que el destino de las estructuras sociales y del mundo social en su conjunto seguirán el ritmo de la subjetividad, que acabarán coincidiendo con ella. En estos momentos predomina el sentimiento que une al individuo con el mundo social en el que vive.
En los momentos prosaicos, en cambio, la subjetividad y el destino de la colectividad van por cuerda separada. Están divididos. La vida del mundo social sigue sus propias leyes y el individuo se siente extraño y ajeno frente a ellas. La subjetividad de cada ciudadano no logra reconocerse en el mundo que le toca vivir. De ahí que Hegel acuñe el concepto de “astucia de la razón”: el mundo prosaico avanza racionalmente sin que los individuos sean capaces de comprenderlo.
Esa distinción de Hegel es el origen (inconsciente, sin duda) de la conocida frase que se atribuye a Mario Cuomo, ex gobernador de Nueva York: “Se hace campaña en poesía; pero se gobierna en prosa”.
La frase (que Bachelet también gusta citar) quiere decir, desde luego, que en las campañas hay que hacer promesas y en el gobierno hay que tratar con realidades. Pero también quiere apuntar a algo todavía más intrigante: el político popular y carismático (y Bachelet es ambas cosas, sin duda) logra hacer creer a las mayorías que sus expectativas, su subjetividad, por fin coincidirá plenamente con el mundo social, o, en otras palabras, que el mundo social será diseñado a la medida de su subjetividad. El político popular y carismático establece con el electorado momentos poéticos. Allí ninguna dificultad parece mucha, ningún deseo resulta insensato.
Hasta que irrumpe la realidad.
Y es que la vida es prosaica. Esta frase, que suele pronunciarse ya casi como un lugar común, quiere decir bastante más que el simple hecho de que la mayor parte de los momentos de la vida son rutinarios o vulgares. Quiere decir que en la vida social es muy difícil que la subjetividad de las personas coincida con la vida colectiva, con el curso de las instituciones. No se trata de que la realidad sea inconmovible. Se trata de que ella no puede cambiar al simple compás de la subjetividad humana. En la vida social hay tropiezos, leyes inmutables que no se pueden cambiar, voluntades que torcer, intereses minoritarios que considerar, principios que no hay que quebrantar, aliados cuya lealtad hay que mantener cerca.
Todas esas cosas le ocurrirán, sin duda, al gobierno de Bachelet, dificultando que la epifanía que algunos ven en ella, se realice rápido. Y eso irritará y desilusionará a todos quienes, inflamados de poesía (en el sentido hegeliano), han hecho de esta campaña una ocasión para transferir a la figura de Bachelet todas, o casi todas, sus expectativas sin atender a las duras circunstancias.
Pero eso-en vez de asegurar el fracaso de Bachelet- podría asegurar su éxito en el largo plazo.
Y es que la verdadera estatua de un político o política (y Bachelet lo es, sin el menor asomo de duda) no se prueba en su capacidad para inflamar a la gente de poesía, sino para navegar, y avanzar, casi siempre poco a poco, en la dura prosa de la vida.
Si se atiende a las expectativas que se han sembrado, no cabe duda que sí; si se examina el programa de Bachelet, no cabe duda que no. ¿A quién habrá que creerle entonces? ¿A lo que la gente espera o a lo que el programa ofrece?
La competencia presidencial de este año se caracteriza por dos cosas: la abundancia de candidatos (hasta ahora nunca hubo 9) y la abundancia de expectativas que los candidatos se han encargado de sembrar.
Y en eso Bachelet no ha sido una excepción.
Como suele ocurrirle a los personajes carismáticos (esas personas que, como sugería Weber, parecen dotadas de gracia, esos portadores de un aura que establecen intimidad casi inmediata con el público) ninguna palabra o gesto de Bachelet son inocentes. Cuando ella guarda silencio o formula generalidades, el efecto en la gente no es la duda, sino la certeza: las personas proyectan en ella todos sus anhelos y sus deseos e interpretan todos sus gestos como confirmando lo que ellas anhelan. Todo amor es un amor de transferencia, decía Freud cuando ya estaba viejo. Quería decir que cuando alguien ama, en alguna medida eso es porque ve en el objeto de su amor lo que habita en su propia subjetividad. En la política de masas, allí donde impera el carisma como en este caso, habrá que decir algo parecido: el amor por Bachelet es también el amor que la gente siente por sus propias expectativas. La adhesión política también es un amor de transferencia.
Pero esos amores no duran demasiado.
Cuando se mide el desempeño de alguien por las expectativas que desató, en vez de medirlo por las promesas que formuló o los compromisos que adquirió, el resultado es fácilmente previsible: la desilusión lo inunda todo.
El principal peligro de Michelle Bachelet es, entonces, el amor de transferencia, esa relación que ha establecido con gran parte del electorado consistente en que más que amarla a ella, el electorado ama en ella las expectativas que ella fue capaz de desatar.
Pero al amar más sus expectativas que a Bachelet, se equivocan.
Allí donde la gente piensa que el gobierno de Bachelet dará gratuidad en la educación en todos los niveles, el programa ofrece un cambio gradual que, en el mejor de los casos, alcanzará esa meta luego de seis años. Allí donde la gente abriga la esperanza de una reforma tributaria que aminore rápidamente la desigualdad, sólo existirá una modificación al cabo de cuatro años (y ella no consistirá en incrementos radicales, sino en un cambio de la base imponible desde renta percibida a renta devengada). En fin, allí donde se espera exista una reforma consensuada (que impedirá que el catálogo de derechos sociales que se cree instaurará, prosperen).
En suma, su gobierno no alterará el tranco histórico que hasta ahora ha traído Chile: una modernización capitalista, corregida poco a poco, dando un paso o dos a la vez, de manera gradual. Progresismo sí; pero gradual. La historia concebida no como avanzando de un salto a otro, sino como una escalera en que puede subirse al tercer escalón sólo después de haber estado en el segundo. Y así.
Todo hace pensar entonces que quienes abrigan la esperanza de cambios radicales (todos quienes creyeron que desde 2011 en adelante se había desatado, por fin, una nueva epifanía en nuestra historia) experimentarán una nueva desilusión y Bachelet tendrá entonces que gobernar con quienes, una vez que estalle la pompa de jabón de sus expectativas, sentirán que ella no estuvo a la altura.
Ese es casi siempre el destino del carisma.
Una distinción de Hegel puede llegar a comprenderlo.
En la cultura humana –enseña Hegel- la acción puede ser representada mediante la poesía o mediante la prosa. Hay pues momentos poéticos y otros meramente prosaicos.
En los momentos poéticos se piensa que hay una coincidencia entre el destino de la subjetividad y el destino de la colectividad. Es lo que ocurre cuando irrumpe en la escena un héroe o un líder carismático. Entonces se piensa, siquiera por un momento, que el destino de las estructuras sociales y del mundo social en su conjunto seguirán el ritmo de la subjetividad, que acabarán coincidiendo con ella. En estos momentos predomina el sentimiento que une al individuo con el mundo social en el que vive.
En los momentos prosaicos, en cambio, la subjetividad y el destino de la colectividad van por cuerda separada. Están divididos. La vida del mundo social sigue sus propias leyes y el individuo se siente extraño y ajeno frente a ellas. La subjetividad de cada ciudadano no logra reconocerse en el mundo que le toca vivir. De ahí que Hegel acuñe el concepto de “astucia de la razón”: el mundo prosaico avanza racionalmente sin que los individuos sean capaces de comprenderlo.
Esa distinción de Hegel es el origen (inconsciente, sin duda) de la conocida frase que se atribuye a Mario Cuomo, ex gobernador de Nueva York: “Se hace campaña en poesía; pero se gobierna en prosa”.
La frase (que Bachelet también gusta citar) quiere decir, desde luego, que en las campañas hay que hacer promesas y en el gobierno hay que tratar con realidades. Pero también quiere apuntar a algo todavía más intrigante: el político popular y carismático (y Bachelet es ambas cosas, sin duda) logra hacer creer a las mayorías que sus expectativas, su subjetividad, por fin coincidirá plenamente con el mundo social, o, en otras palabras, que el mundo social será diseñado a la medida de su subjetividad. El político popular y carismático establece con el electorado momentos poéticos. Allí ninguna dificultad parece mucha, ningún deseo resulta insensato.
Hasta que irrumpe la realidad.
Y es que la vida es prosaica. Esta frase, que suele pronunciarse ya casi como un lugar común, quiere decir bastante más que el simple hecho de que la mayor parte de los momentos de la vida son rutinarios o vulgares. Quiere decir que en la vida social es muy difícil que la subjetividad de las personas coincida con la vida colectiva, con el curso de las instituciones. No se trata de que la realidad sea inconmovible. Se trata de que ella no puede cambiar al simple compás de la subjetividad humana. En la vida social hay tropiezos, leyes inmutables que no se pueden cambiar, voluntades que torcer, intereses minoritarios que considerar, principios que no hay que quebrantar, aliados cuya lealtad hay que mantener cerca.
Todas esas cosas le ocurrirán, sin duda, al gobierno de Bachelet, dificultando que la epifanía que algunos ven en ella, se realice rápido. Y eso irritará y desilusionará a todos quienes, inflamados de poesía (en el sentido hegeliano), han hecho de esta campaña una ocasión para transferir a la figura de Bachelet todas, o casi todas, sus expectativas sin atender a las duras circunstancias.
Pero eso-en vez de asegurar el fracaso de Bachelet- podría asegurar su éxito en el largo plazo.
Y es que la verdadera estatua de un político o política (y Bachelet lo es, sin el menor asomo de duda) no se prueba en su capacidad para inflamar a la gente de poesía, sino para navegar, y avanzar, casi siempre poco a poco, en la dura prosa de la vida.
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