Jueves 08 de Diciembre de 2011
El verdadero mundo es música. Si uno la escucha, se abriga en el ser. Así lo experimentó a lo largo de su vida Nietzsche, para quien la música lo era todo. "Todo lo que no se deja aprehender a través de las relaciones musicales engendra en mí hastío y náusea", dirá el filósofo ditirámbico y dionisíaco, que parece aspirar a que sus propias ideas, sus pensamientos y conceptos canten y no hablen. Nietzsche es categórico: "Sin la música, la vida sería un error".
Y un error monstruoso es un reciente decreto, promulgado este año, por el que la educación musical pierde una hora en educación básica, para privilegiar más horas de lenguaje y matemáticas.
Suena bien: todos queremos que nuestros niños escriban, lean, sumen mejor. Pero eso no se logra mezquinándole una hora de la música a nuestro sistema educacional. Ya la música tenía una presencia magra en nuestras aulas, y por eso esta hora de menos duele más para quienes saben lo que la experiencia de la música significa para el desarrollo emocional, cognitivo y existencial del ser humano. Eso lo tienen ya en la sangre pueblos como el alemán y el judío, para quienes la música ocupa un lugar central, no sólo en la educación, sino en la vida. Cada vez más estudios científicos demuestran los efectos benéficos de la educación musical, incluso en el rendimiento escolar de otras disciplinas. Eso lo supieron siempre los griegos, los hindúes, los chinos, las civilizaciones más milenarias que florecieron en torno al canto, la danza y el ritmo. Por lo demás, todo es ritmo: hay un ritmo cósmico (que tal vez los sabios pitagóricos buscaron descifrar en la música de las esferas) y un ritmo interior, orgánico, de nuestra sangre, de nuestros latidos, de nuestro corazón. Ahí están la sílaba "Om" que recorre los sagrados bosques de la India, o el sonido tribal de un tambor desde el corazón de un África danzante, dando la nota inicial para que el hombre escriba, sobre el estremecedor silencio cósmico (ese que aterró a Pascal), su propia música.
Nuestros expertos en educación, obsesionados por mejorar rendimientos, por estar arriba en rankings mundiales, creen que nuestros alumnos sabrán más matemáticas y dominarán mejor el lenguaje aumentando las horas del currículo. Nuestra educación básica está hoy secuestrada por la prueba Simce, hasta el punto de que a veces da la impresión de que se prepara a los niños más para mejorar los indicadores que para leer, escribir, sumar y restar a través del goce, el asombro, la alegría de aprender con la buena literatura y la fascinante matemática.
Sí, porque la alegría es la única y verdadera maestra que a la larga puede asegurar la autorrealización y el crecimiento interior. Tenemos pocas experiencias tan exitosas y de tanto efecto irradiador en nuestra sociedad como las orquestas juveniles, repartidas como notas agudas y brillantes a lo largo de la accidentada partitura de la patria. Al lado de ella, todo el sistema educativo desafina y parece una película muda, en blanco y negro. Ver a los niños de lejanas localidades hacer vibrar sus violines, chelos y pianos con la música de Bach, Mozart o Alfonso Letelier, nos hace levantar la voz y decir, casi gritar a los oídos sordos de la tecnocracia educacional: "¡Sin la música, la educación sería un error!".
Y cuando digo educación musical, no estoy diciendo tediosas lecciones donde se enseña en qué año nació Beethoven y qué significa "contrapunto". Cada niño de Chile debiera aprender un instrumento musical. Ésa sería la medida más eficaz para fortalecer la disciplina interior (bien tan escaso hoy) y que le es inherente a la música. ¿Quieren menos encapuchados, menos droga, menos jóvenes pateando piedras? Abran entonces la caja de Pandora de la música sobre todo el territorio nacional. Las matemáticas y la palabra siempre han buscado desesperadamente lo que la música, de suyo, ya tiene. Porque en el principio era la música.
Sin la música, la educación sería un error...y la vida miserable
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