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Reflexiones a ritmo callejero



por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 12 de Diciembre de 2011

Gran parte 
de los psicologismos chapuceros
tienen éxito por un hecho universal:
todos, al repasar nuestros recuerdos,
tenemos la impresión 
- susceptible de convertirse en obsesión-
de que entre ellos hay zonas denegadas,
hechos que pasaron misteriosamente al olvido
pero que subsisten en algún lugar innombrado.

Sé que se trata de un tema difícil
y que para desarrollarlo habría 
que enhebrar en forma bastante sutil
los hilos del pensamiento,
actividad que podría llevar a cabo
con relativo éxito a no obstar 
por un imprevisto: en la calle,
a treinta metros de donde me encuentro,
un gallo con guitarra 
se ha puesto a cantar "Guantanamera".

No hay cómo acallarlo ni apagarlo.

Cualquier iniciativa drástica
sería muy mal recibida por los parroquianos
que ocupan las mesas callejeras de un par de cafés.

El artista, el ruidoso,
el hombre que une 
en un mismo cauce
su necesidad económica
y su necesidad de expresión,
tiene en esta mañana 
toda la cancha a su favor.

De hecho, al terminar
su segunda canción 
-"Feliz Navidad"-
ha recibido hartos aplausos
y ahora se dispone a repasar
el repertorio de Chabuca Granda.

"No se puede componer con la ventana abierta",
repetían siempre en un chiste de Jaujarana,
el viejo programa de humor uruguayo.

Cada cierto tiempo esta frase absurda
se me presenta en el magín
con tonos exasperados, 
siempre, por cierto, como corolario 
de una interrupción indeseada
en el curso de algún trabajo
no necesariamente deseable.

Con el cantor imponiendo 
su poderoso vibrato
en el espacio vital de medio mundo,
sólo se puede escribir en una frecuencia,
la de la descripción dura y pelopincho.

Cuestiones más evanescentes
hay que dejarlas para después,
cuando coincida 
la buena disposición interna
con las condiciones favorables del entorno.

Claro que es un despropósito
exigir silencio en la ciudad:
una ciudad es, por antonomasia,
una fábrica multiforme de gritos, 
rugidos, crepitaciones, estrépitos,
pregones, música, bocinazos,
martillazos y todo cuanto 
pueda entrar en el paradigma del sonido.

En las noches, cuando constatamos
que por fin han ido raleando
los autos y las motos,
y cuando por fin experimentamos
el delicioso declive del sueño,
aparecen los recicladores de basura
a revisar los containers en las veredas
para recordarnos que la cosa no es fácil.

El neurótico de día claro
deberá cocinarse también
en su reconcentrada neurosis nocturna.

Los recicladores apretujan cartones,
golpean las tapas de los containers
y dejan a escasa distancia
una camioneta con el motor encendido.

Exigir silencio a gritos por la ventana
lo dejaría a uno protagonizando
un papel ridículo y atrabiliario:
ellos se ganan sus pesos honradamente
y de paso ayudan a descontaminar;
tú y tus mezquindades,
tú y tu poco sentido de la realidad.

Se va acabando el espacio.

Queda pendiente el tema inicial
de esta columna y su tema central:
por qué creemos que, 
en la medida que pasan los años,
al lado de allá de la franja del olvido
se nos van quedando experiencias
que suponemos fundamentales.

A veces, en este sentido,
nos representamos
nuestra propia psiquis
como un ser desconfiable,
tramposo, que lucra
miserablemente a nuestra costa.

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