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En cama



Durante el verano la fantasía de hibernar se volvió más recurrente que nunca. En realidad, se trata de una fantasía que desde mi adolescencia nunca me abandona: estar en una pieza solo y tirado en la cama, como un oso en su cueva. Muchas mañanas de febrero, al despertar, se me venían a la mente de golpe una serie de recuerdos vinculados a estar en cama: enfermedades reales e imaginarias, castigos por mala conducta y siestas descomunales que acortaban tardes intragables. Nada mejor que abrir los ojos cuando ya estaba de noche, pese a que seguía siendo el mismo día. También recuerdo estar desparramado sobre las sábanas leyendo mamotretos que no soportaría nunca más. Y, sin ir más lejos, viví el último terremoto en mi cama, sin moverme ni estresarme. Dejé a mi familia asustada en la pieza de al lado mientras, como un irresponsable egoísta, me limité a abrir la cortina pegada al catre para observar como aparecían en el cielo esas luces ignotas, entre amarillas y rojas, que no se sabe de dónde vienen pero que alumbran los desastres como si se tratara de una escena teatral.
Si tuviera que determinar a qué obedece esa pulsión por habitar mi cama, creo que la respuesta más certera sería: por melancolía. La cama es un refugio, un nido y un nicho. Quedarse en cama sirve para protegerse del frío, de la resolana o de cualquier pretexto climático que nos afecte. Obviamente, también para soslayar a los demás. Es una manera de inclinarse por el aburrimiento y la vida mental, en vez de la acción y el tráfago. Como no tengo la premura histérica de llenar el tiempo, ni creo en que valga la pena molestarse en ello, prefiero la posición horizontal, el desierto de sábanas blancas que nos devuelve a la soledad y nos obliga a recogernos y recordar. Lo que sucede mientras estamos levantados es una rutina que vamos prefigurando, que controlamos con el reloj, mientras que lo que acontece cuando nos acostamos está fuera de orden. Nos pueden invadir pesadillas, ideas fijas, delirios, fugas mentales, sujeciones sexuales y frustraciones.
La literatura del siglo XX está saturada de vínculos con la cama.Esta relación se debe, supongo, a que parte de los proyectos de alto voltaje narrativo intentaron relatar los acontecimientos psicológicos que envuelven la vida. Proust le dedicó el comienzo de su gran novela En busca del tiempo perdido a una larga descripción de lo que sucede antes de dormir, al margen de haber sido en cama donde él escribió los tomos que lo harían inmortal. Joyce logró la cima de su obra en el “monólogo de Molly Bloom”, que es la transcripción de lo que pasa por la mente de la mujer del protagonista del Ulises cuando está quedándose dormida. Beckett en su novela Malone muere ubica a su protagonista desnudo sobre la cama de un manicomio. Y Joan Didion, en tono íntimo, escribió un ensayo admirable sobre las migrañas y la cama.
Quienes conozcan estas obras o hayan estado en cama por largo rato notarán que no sólo la mente despierta en esta circunstancia.Lo más fuerte es cómo el cuerpo reverbera con el roce con las almohadas y las fundas, con los olores y las manchas. Impregnadas en tela están nuestras propias secreciones: el sudor, las lágrimas, el semen. Si tenemos sexo en cama es porque manda lo horizontal sobre lo vertical en la esfera de la piel. Es allí cuando vemos los cuerpos liberados, animales, impúdicos, desnudos, arrastrándose y rozándose para conocer sus contornos con la guía de la avidez voluptuosa de los amantes.
En su libro Cómo vivir juntos, Barthes especula con que la cama constituye “una prótesis del cuerpo, como un quinto miembro: el órgano del cuerpo en reposo”. Cuenta que los monjes athonitas no poseían nada, ni domicilio ni objetos, pero que se desplazaban a pie llevando la estera sobre la que se tendían en la noche. Agrega Barthes que la cama es un foco de expansión de los fantasmas del sujeto. A lo que podría sumarse que estar en cama es un ensayo permanente de morir. Sobre unas sábanas nos maquillan antes de meternos al ataúd, que es la otra cama, la dura y eterna.

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