"He aquí la estrategia de la inmobiliaria: han comprado esta casa para abandonarla, para dejar marchitar su jardín hacia la calle; para dejar morir los enormes árboles de su patio trasero, lujo de la ciudad. En lugar de arrendarla por un tiempo u ocuparla de cualquier manera productiva, la han comprado con el único propósito de instalar un cadáver en medio del barrio..."
Tomo prestado este título del inolvidable cuento de Julio Cortázar que me asombrara en mi juventud; relato de un maleficio como metáfora de la vejez y su destino inexorable. Hoy observo el maleficio de Cortázar desde mi propia ventana. Lo sufre una elegante casona en medio de otras, en el corazón de Providencia, comuna orgullosa de su paisaje urbano, de sus árboles y jardines, de su civilidad. Esta casa, y solo esta, acaba de ser vendida por sus ancianos propietarios a una inmobiliaria. Los vecinos se rehusaron a vender sus casas, pese a la insistencia zalamera de los especuladores, que salivan ante el prospecto de una gran torre de departamentos. Los vecinos saben, sin embargo, que no hay dinero en el mundo que pueda reemplazar una casa de esa calidad arquitectónica y constructiva, en esa perfecta localización, y con esos espléndidos jardines madurados con amor y por generaciones. Los vecinos también saben que el Plan Regulador de Providencia pronto se modificará para impedir edificios de altura absurda, y que los especuladores corren contra el tiempo.
He aquí la estrategia de la inmobiliaria: han comprado esta casa para abandonarla, para dejar marchitar su jardín hacia la calle; para dejar morir los enormes árboles de su patio trasero, lujo de la ciudad. En lugar de arrendarla por un tiempo u ocuparla de cualquier manera productiva, la han comprado con el único propósito de instalar un cadáver en medio del barrio, una ratonera inmunda, un fantasma, un desagrado, un conflicto, a ver si los vecinos se espantan lo suficiente como para emigrar. Y vender. Los vecinos, mientras, tratamos de salvar el jardín regándolo a través de la reja.
Esta manera inescrupulosa de hacer las cosas, que se arrastra por tantos años, da un horrible nombre al negocio inmobiliario en Chile. El gremio de la construcción se ufana de ser uno de los motores de la economía, pero nada hace en cuanto al comportamiento ético de sus asociados, de su responsabilidad gremial con los barrios y comunidades donde se materializan los negocios del rubro, ni de su visión de la ciudad armónica, de cómo relacionarse con la ciudadanía, cómo aportar de verdad a la convivencia y el bienestar. Hoy, que se ha puesto de moda la Responsabilidad Social Empresarial, tal vez más por afanes de competitividad global que por convicción, somos muchos los arquitectos (sí, paradojalmente los mismos cuyo empleo depende del dinamismo de la construcción) que apelamos a las inmobiliarias, y a los gremios que las reúnen, a que asuman una postura decidida y ejemplar en cuanto a su responsabilidad con los barrios de las ciudades de Chile. Es una pregunta ética fundamental para nuestro desarrollo urbano, y que no puede seguir siendo esquivada por una parte del empresariado bajo el penoso pretexto de que “la ley lo permite”.
He aquí la estrategia de la inmobiliaria: han comprado esta casa para abandonarla, para dejar marchitar su jardín hacia la calle; para dejar morir los enormes árboles de su patio trasero, lujo de la ciudad. En lugar de arrendarla por un tiempo u ocuparla de cualquier manera productiva, la han comprado con el único propósito de instalar un cadáver en medio del barrio, una ratonera inmunda, un fantasma, un desagrado, un conflicto, a ver si los vecinos se espantan lo suficiente como para emigrar. Y vender. Los vecinos, mientras, tratamos de salvar el jardín regándolo a través de la reja.
Esta manera inescrupulosa de hacer las cosas, que se arrastra por tantos años, da un horrible nombre al negocio inmobiliario en Chile. El gremio de la construcción se ufana de ser uno de los motores de la economía, pero nada hace en cuanto al comportamiento ético de sus asociados, de su responsabilidad gremial con los barrios y comunidades donde se materializan los negocios del rubro, ni de su visión de la ciudad armónica, de cómo relacionarse con la ciudadanía, cómo aportar de verdad a la convivencia y el bienestar. Hoy, que se ha puesto de moda la Responsabilidad Social Empresarial, tal vez más por afanes de competitividad global que por convicción, somos muchos los arquitectos (sí, paradojalmente los mismos cuyo empleo depende del dinamismo de la construcción) que apelamos a las inmobiliarias, y a los gremios que las reúnen, a que asuman una postura decidida y ejemplar en cuanto a su responsabilidad con los barrios de las ciudades de Chile. Es una pregunta ética fundamental para nuestro desarrollo urbano, y que no puede seguir siendo esquivada por una parte del empresariado bajo el penoso pretexto de que “la ley lo permite”.
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