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Consideraciones sedentarias


por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 24 de marzo de 2014

A veces me pregunto 
si los costos de vivir 
en una ciudad grande 
se compadecen con sus beneficios.

Me lo pregunto en serio,
es decir oscilo entre
una y otra respuesta.

En principio agradezco 
lo que la ciudad me da,
particularmente la sensación
de que la vida es permanente,
salvo algunos domingos mortales
o en ciertos feriados "irrenunciables",
clausurados, sin alegría.

Agradezco la existencia 
de grandes parques,
de calles con árboles espesos, 
de barrios viejos y de vitrinas novedosas,
tanto como la posibilidad de encontrarse
a la vuelta de la esquina con alguien que 
uno parece haber estado esperando durante años.

Y ya que hablamos de esquinas,
me gusta más que nada
el café de la esquina
y el kiosko de frutas de la esquina.

Son referencias que manejo
en mis diarios desplazamientos.

Cuando el kiosco está cerrado en horarios inusuales,
se produce un sentimiento de incomodidad,
como si nos hubieran alterado el mapa o el escenario.

Agradezco especialmente el wifi,
los taxis de noche,
la televisión cuya luz irreal
me propicia el esquivo sueño,
siempre y cuando tome la precaución
de apretar en el control remoto
el botón de mute.

Quizás uno se queda en la ciudad
porque en ella está la gente que quiere.

No se me ocurre otra explicación.
Es una especie de deber imantado por el cariño.

El trabajo no ancla de esa manera.

Podríamos cambiar de trabajo 
sin problema alguno
o renunciar totalmente a él, si se pudiera.

Pero yo no podría justificar una despedida
de las personas cuyas vidas me interesan.

¿En virtud de qué?

Hay gente que tiene sed de distancias,
hambre geográfica, gente a la que
su lugar de origen le queda chico,
gente que necesita conectarse
con estepas y océanos extranjeros.

Según he observado,
se trata siempre de hedonistas del yo,
casados consigo mismos,
engendradores de sí mismos.

Claro, si yo no tuviera a nadie
me habría ido hace rato,
como los petulantes románticos
de tantas canciones, sin equipaje,
al arbitrio de los caminos
que el mundo me pusiera por delante,
haciendo alarde de liviandad viajera
ante los pobres diablos 
que iría dejando por ahí, 
estacados en sus destinos.

¡Adiós, querido amigo,
debo partir, para siempre,
como los viejos marineros
que se encaraman a la popa
para llenar sus pulmones
del aire salobre de la libertad!

¡Adiós, amor circunstancial,
nunca olvidaré tu catre de campaña
y las horas de solaz que me ofrendaste,
pero en lo profundo del pecho
siento el llamado de los vientos contrarios,
de los puertos oscuros, de las selvas ardientes!

Me desvié del tema inicial
y ya no me queda espacio 
para hablar de los costos
de vivir donde vivo.

Los menciono a la pasada:
el maldito ruido inclaudicable,
el ruido de fondo de los motores
atascados en los tacos,
el de las frenadas,
el de los motonetistas
o motoristas o motoqueros
que parecen sublimar con sus tronadoras
alguna clase de impotencia;
y principalmente el ruido que produce
seis veces al día la aspiradora gigante de Providencia,
sin la cual las cunetas estarían llenas de puchos
y de papeles inmundos, pero cuya función benéfica
no disminuye su condición de aparato perturbador y monstruoso.

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