Ir y venir
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 17 de marzo de 2014
En 1980 los jóvenes no teníamos
mucho que hacer en el tiempo libre,
y para la mayoría de nosotros el tiempo libre
era la parte significativa del tiempo.
Cuando yo iba a estudiar
a la biblioteca de la universidad
terminaba invariablemente
leyendo libros fuera de programa,
por lo cual utilizaba el tiempo de estudio
como si fuera tiempo libre.
Era una opción anímica:
la resistencia a renunciar
a la gratuidad, a la liviandad
y a la felicidad del día a día.
Así descubrí
la poesía de Eliot,
una tarde de invierno tormentosa
de luz cobalto,
las tapas duras y blancas
de La tierra baldía
y luego lo que venía adentro,
ese tráfago, ese vértigo,
esa dinámica de las palabras
parecida a la de la ola que se expande
al reventar y se devuelve en la resaca.
De vez en cuando
uno llegaba a una fiesta hippie
en alguna parcela o en un sitio pelado,
lugares extraños vinculados a veces,
a sectas orientales, en relación a los cuales
no hacíamos muchas averiguaciones.
Simplemente íbamos y veníamos
y estábamos y mirábamos a las minas
perderse en los árboles de la noche-
-el aire frío impregnado de resina-
con tipos que se llamaban
el Tato Koch o el Vicho Kunz.
Estos no son nombres reales
sino sonoridades verosímiles:
siempre un apodo
y un apellido alemán unisílabo.
Una expresión en uso en aquella época
era "de repente", no en su significado
de "súbitamente", sino
como especie de afirmación oblicua.
A la pregunta
"¿te cagaron la onda, compadre?,
se podía decir "de repente"
si se quería decir que sí.
Del mismo modo,
el término servía para expresar
la calidad esporádica de una acción:
"¿Te gusta ir a la playa?", "de repente".
De entonces también,
si no me acuerdo mal,
son el "cualquier onda"
y el "último".
Hacíamos una distinción notoria
entre las particularidades de nuestro idioma
y las de la generación anterior, la del 70,
cuyos representantes todavía andaban por ahí.
Es cierto que uno
se había familiarizado
con el "descueve" cuando niño,
pero usar esa palabra en 1980
habría producido una estridencia
de anacronismo, mucho mayor
a la que produciría hoy.
No recuerdo haber manejado plata.
A veces,
hacía de noche,
caminatas de vuelta
que comprendían
Apoquindo, Providencia
y parte de la Alameda,
sin considerar
ni la posibilidad
de tomar micro,
si es que las hubiera habido.
En Apoquindo me encontré
varado una madrugada, sin un peso,
e ingenuamente le pedí plata
a una prostituta pensando
que se iba a compadecer
de un joven en apuros.
Las huinchas,
no me quedó otra que
-tras echar una mirada
a las luces de acrílicos
del Pollo Stop del frente-
seguir aplanando pavimento
en dirección poniente.
Otra vez, por ahí cerca,
en una situación de pobreza similar,
sin plata ni para comprar un pucho suelto,
le pegué una patada a una cajetilla de Marlboro
botada en la vereda: estaba llena.
Se me presentan los hechos de ese año
como en un caleidoscopio.
Diarios quemándose
en una chimenea en El Arrayán,
el café Paula del centro
con sus circunspecciones,
Rodrigo Lira leyendo
un texto en Valparaíso
acostado arriba de una mesa,
los ataques de risa de nada
con una tropa de irresponsables
dando vueltas en un Morris
por un Santiago nocturno
del color del alquitrán.
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