Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 2 de Diciembre de 2012
Son asombrosas las personas
que afirman siempre con desdén,
que no vale la pena gastar tiempo
considerando los hechos del pasado,
en el entendido de que éstos
pertenecerían a la categoría inferior
de lo que ya no tiene incidencia.
Esta recusación deja de una plumada
fuera de lugar a la historia, a la literatura
y, por supuesto, al psicoanálisis.
Y, claro, podríamos
proyectar la figura más allá:
deja fuera al conocimiento
en todas sus acepciones,
desde el científico al humanista,
pasando por el modesto conocimiento
sobre el género humano
que uno va acrecentando
en la esfera doméstica
en la medida en que pasa el tiempo.
La actitud es, paradójicamente, vieja:
del emperador Claudio se reían
porque se dedicaba a estudiar
antiguallas de la historia de Roma.
Yo no podría hacer una distinción
muy aguda entre mi pasado y mi presente.
Todos mis movimientos actuales
involucran una continua
interrogación a la experiencia.
El niño que fui me habla,
me demanda y respira a través mío,
y necesito muchas veces
comprender en profundidad
situaciones que él vivió
de un modo directo y averbal.
Y mi padre y sus abuelos
persisten en la corteza de la catadura
con la que enfrento el mundo.
Es una cuestión de supervivencia,
no un apartado de delectación nostálgica.
Del mismo modo, me parece que
el recrudecimiento editorial
de autores a medias olvidados
tiene que ver con necesidades del presente.
¿Por qué publicar
a González Vera, a Pedro Sienna,
a Daniel de la Vega, a Edwards Bello?
En general se trata de iniciativas de gente joven,
que ha intuido que a nuestra estruendosa contingencia
le hacía falta una especie de espesor.
En esta esfera,
Francisca Toral acaba de sacar
un libro sobre Pepe Antártico
-símil santiaguino de don Juan Tenorio
creado por Percy Eaglehurst en 1947
-y Luis Urrutia O'Nell
otro sobre Colo-Colo 73,
el inolvidable equipo que le arañó
la Copa Libertadores a Independiente
en una perdida noche en Montevideo.
Están también
las memorias de Jorge Edwards,
tituladas Los círculos morados,
que me han parecido
un admirable ejercicio
de retrospección y de introspección,
un relato de inocencia y de experiencia
que tiene como lugar áurico
una vieja ventana de la Alameda
que recibía la luz del poniente
por sobre las cúpulas de la Biblioteca Nacional.
Son muchos, por cierto,
los espacios que se invocan
en el curso de estos recuerdos revisitados,
pero si hubiera que aislar en sus páginas
una imagen simbólica
lo primero que me viene a la mente
es esa ventana
referida siempre a un niño
que empezaba a mirar
esa extraña realidad exterior
a través de los vidrios.
Donde estaba esa «casa de la vida»
hoy hay una feria artesanal
o un edificio nuevo o lo que sea,
pero a través de estas memorias
podemos asomarnos al modo
como la condición humana
se manifestó más allá de sus muros.
La memoria tiene esa capacidad increíble:
la de imantar y hacer visible
los lugares que ya no existen,
las cosas que el maelstrom del tiempo
se tragó indefectiblemente.
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