Publicado en Reportajes La Tercera, 01 de diciembre del 2012
Evocada con nostalgia por la derecha y mirada con sospecha por la izquierda, la unidad nacional es en realidad un mito recurrente en la historia de Chile. Esta semana, con ocasión de la reunión cuatro presidentes a La Moneda, el tema volvió a reaparecer. La idea de la visita era entregar al mundo una imagen transversal de unidad tras la defensa de los intereses de Chile ante la Corte Internacional de La Haya. Bastaba para eso la foto del Presidente Piñera junto a tres ex mandatarios. El problema es que al Presidente Frei se le ocurrió hablar, instando a la corte a fallar con arreglo a derecho. Aunque sus palabras no fueron muy afortunadas desde el punto de vista diplomático, el episodio puede servir para no sobredimensionar el consenso y recordarnos que, incluso en los temas patrios, la unidad tiene sus límites.
En 1972, cuando Chile se encaminaba a los peores abismos de la polarización, Nicanor Parra publicó sus célebres Artefactos, entre los cuales estaba el que se reproduce en esta página. Después de eso, como todos sabemos, vino lo que estaba claro que iba a venir y la cuerda terminó cortándose por lo más delgado. Sin embargo, una vez transcurridos los 17 años del régimen militar, el artefacto parriano se hizo carne en el Chile de la transición, donde -ahora se ve con mayor claridad- derecha e izquierda convinieron un libreto que abrió las puertas al mayor período de estabilidad de nuestra historia política y a los mejores años en términos de desarrollo económico y social del país. Obviamente, el pacto supuso transacciones que nunca quedaron muy bien explicitadas y un blanqueamiento generalizado que implicó el compromiso de mirar al futuro y no andar destapando las ollas del pasado. Queda entregado a la imaginación calcular hasta qué extremos ese pacto podría haber llegado de no haber comenzado a perder aire cuando el general Pinochet fue detenido en Londres, en diciembre de 1998.
Salta a la vista que el amplio consenso de los años 90 se ha estado debilitando, sobre todo ahora último. La confianza que la sociedad chilena puso en la democracia como sistema político, en el mercado como asignador de los recursos de la economía, y en el Estado de derecho como instancia de control tanto de la conducta de los poderes públicos como de la convivencia entre los ciudadanos, ya no es igual a la de entonces ni tampoco tan irrestricta. No es cierto que la política o el modelo se hayan venido abajo, como diagnostican algunos más desde la esfera del deseo que del voluntarismo. Pero hemos tenido turbulencias y -salvo en temas como La Haya- las convergencias objetivamente se han estado debilitando. Eso, por fuerza, no significa un acabo de mundo, aunque sí supone la necesidad de transitar a un sistema político que esté mejor preparado para dirimir las diferencias.
Precisamente porque lo propio de la modernidad son las disociaciones, las divergencias y el surgimiento de cientos de conflictos allí donde antes existían apenas uno o dos, todo indica que el país taza de leche va camino de convertirse en un cuento del pasado. Chile tendrá que prepararse para escenarios de mayor conflictividad y para eso necesita instituciones que sean fuertes. Para eso es sano que el gobierno transparente los bolsones de opacidad que subsisten en la educación, que mejore la institucionalidad ambiental, que proteja mejor los derechos del consumidor, que modernice la justicia electoral, que democratice la selección de candidatos en los partidos políticos, o que extienda la competencia a las esferas donde es más teórica que real. Son tareas que van en la dirección correcta.
Sin embargo, se saca poco con fortalecer las instituciones si, paralelamente, no hay compromiso genuino con la democracia. Con la democracia entendida no tanto como el más exitoso de los proyectos del liberalismo, sino como regla puramente procedimental para zanjar las diferencias. Esto es bien importante. La democracia chilena comenzó a desplomarse no el día que los militares bombardearon La Moneda, sino cuando nuestra precaria legalidad de país pobre pero honrado fue ninguneada por burguesa y despreciada porque en algún momento a un grupo de descerebrados el fusil les pareció más atractivo que el voto. En este sentido, no son muy auspiciosos los síntomas que acaba de entregar el fallo de la justicia electoral en Ñuñoa: acato encantado la decisión mientras el que gana sea yo, desconozco toda legitimidad si las urnas terminan dándote un voto más a ti. ¡Por favor! Hay gente que no aprende: la democracia, entiéndalo, es el único sistema que efectivamente protege a los débiles.
Si ya el escenario político se divisaba atravesado por múltiples divisiones y tensiones, por continuos conflictos y desencuentros, es bueno no perder de vista que el voto voluntario terminará echando más leños al fuego de esta caldera. ¿Por qué?
Simplemente, porque la política se va a volver más partisana. Es más fácil movilizar a los convencidos y a los militantes que a los que son tibios o indiferentes. Se terminó la fiesta de la política de manadas, donde la gente iba a votar porque tenía que ir a votar. Ahora la palabra la tendrán los que están demasiado convencidos. Y esos, dicen, están más en los extremos del espectro que en el centro.R
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