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Paseo a Canossa

Ernesto Ottone
Sábado 09 de Junio de 2012



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En plena Edad Media, cuando el poder del papado era inmenso tanto en el plano espiritual como en el temporal, el emperador romano germánico Enrique IV , por conflictos de poder y de dinero, desafió frontalmente la autoridad del Papa de la época.
El Papa aludido era Gregorio VII, hombre enérgico, celoso de sus prerrogativas y de genio vivaz que decidió responder con firmeza y procedió a excomulgarlo el 22 de febrero de 1076.
Al poco tiempo nuestro Enrique IV tomó conciencia de haber cometido un grave error tremendamente perjudicial probablemente para su alma, pero sobre todo para sus terrenales intereses. En la Europa de esos años una excomunión pesaba de manera insoportable en los asuntos políticos.
Decidió, entonces, hacer de tripas corazón, pedirle perdón al Papa y lograr así que le fuera levantada la pena que lo tenía al borde de un desastre político y militar.
No le fue fácil, sin embargo: después de múltiples gestiones Gregorio VII acordó recibirlo en el castillo de Canossa, cerca de Parma, en el norte de Italia, no sin antes darle una lección, que sirviera de ejemplo a todos los gobernantes de esa época.
Fue así como lo dejó esperando, en pleno invierno, tres días a los pies del castillo, entre el 25 y el 27 de enero de 1077, vestido con un sencillo hábito monacal, bajo una intensa nevazón.
Enrique IV pasó la humillante y gélida prueba, fue perdonado y recobró su perdido vigor político.
Desde entonces, cuando un gobernante debe excusarse por errores o excesos cometidos se aplica el dicho "Tuvo que ir a Canossa....".
El 21 de mayo, nuestro Presidente también fue a Canossa, claro que con mejor tiempo, sin humillaciones y no ante el Papa, sino ante la ciudadanía; pidió perdón por los errores cometidos por su gobierno, sin renunciar, eso sí, a maximizar sus logros y anunciar un bono en contante y sonante para los sectores más afectados por el alza de los alimentos.
Sin dudas, fue un gesto políticamente inteligente, que ha tenido ya un eco favorable en una encuesta reciente, que señala una mejoría de nivel de apoyo en cifras siempre modestas, pero portadoras de un bienvenido alivio.
Se abre ahora un interrogante: este gesto, ¿significará un cambio de rumbo en la acción presidencial y gubernamental? ¿Hará un esfuerzo para que en este año y medio de gobierno que aún tiene por delante predomine un espíritu de unidad nacional y se transite por un camino menos confrontacional y más constructivo? Ojalá sea así, y se cree una mejor atmósfera política.
Ello significa tomar la decisión de gobernar hasta el último día y no adelantar la campaña electoral. Para ello es fundamental que el Presidente ordene a sus ministros que se concentren en su labor y abandonen las jornadas de alegres proclamaciones, que no asuman roles de mensajería en operaciones de baja política y no utilicen sus funciones como trincheras de una batalla preelectoral.
El mismo Presidente no debería caer nunca más en el error de sumarse a la campaña por erosionar la fortaleza de apoyo ciudadano con que cuenta la ex Presidenta Bachelet. Todo el mundo se da cuenta de la artificialidad de esas maniobras, que por lo demás han sido completamente inútiles.
Chile tiene una institucionalidad que investiga acuciosamente lo sucedido el 27 de febrero del 2010, incluido el rol de la Presidenta. Todos debemos confiar en las conclusiones a las que ella llegue, sin presiones ni forzaduras políticas.
Los gobiernos deben gobernar para todos. Si el actual gobierno se esfuerza, le será más fácil construir acuerdos para responder a la demanda ciudadana. Es así como ha avanzado Chile desde la recuperación de la democracia y construido sus actuales fortalezas.
Si los gobiernos son arrastrados por el espíritu de bando, terminan por polarizar al país, por exasperar el debate y por esterilizar su acción.
Ello requiere que el acto de pedir perdón no sea una maniobra puntual y pasajera hija de la desesperación, y que por fin sin arrogancia se aplique, ahora sí, una nueva forma de gobernar con sencillez y espíritu de servicio público.
Enrique IV tuvo el buen tino de no repetir su error, ojalá que tampoco lo hiciera nuestro Presidente; en caso contrario no nos quedaría más que parafrasear a Borges y concluir que a final de cuentas nuestro Mandatario no es ni bueno ni malo, sino simplemente incorregible.

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