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«Nosotros, los escépticos, no dudamos de nada...»‏



Territorios de la experiencia

por Rafael Gumucio
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 10 de junio de 2012

¿De qué son culpables los padres? Locura, ingenuidad, rebeldía o silencio, son culpables de venir de un mundo que no sabía lo que sabemos hoy.  

 
Bosque quemado , de Roberto Brodsky; El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia , de Patricio Pron; Canción de tumba , de Julian Herbert; El cuerpo en que nací , de Guadalupe Nettel; En voz baja , de Alejandra Costamagna;Formas de volver a casa , de Alejandro Zambra, o Missing , de Alberto Fuguet, tienen en común un obsesivo retorno a la infancia, una investigación feroz y muchas veces tierna en torno a las heridas de ésta. Con diversas dosis de ficción tienen todos como protagonistas o sombras tutelares a los padres, la madre, un tío. Son libros de filiación, ajustes de cuentas con un pasado muy cercano.

Hijos de Las palabras , de Sartre, y La lengua absuelta , de Canetti, tienen en común también ser muy buenos libros, en casi todos los casos de los mejores de sus respectivos autores. Una cierta falsa modestia me impide poner en la lista a Memorias prematuras , mi propio libro que me permitió experimentar la extraña facilidad con ese pasado tan reciente, tan cercano. Sin demasiado esfuerzo adquiere la densidad de una novela. Como eso que es verdad y documental es lo más novelesco que puedo encontrar.

La vida de nuestros padres es una novela porque vivieron la revolución y nosotros no, porque condenaron o apoyaron la dictadura y nosotros no. ¿Quién es el padre del Cid, de Dante o del Quijote? A Flaubert, a Balzac o a Shakespeare les hubiese resultado extraña esa necesidad de volver sobre la infancia y los padres y no arrancar hacia la imaginación, la calle, el mundo. Nos guste o no, nuestros padres tenían futuro, nosotros somos su futuro. Como único gesto de rebeldía nos dedicamos a ser su pasado. Les negamos el futuro, no tenemos hijos, o pocos; no tenemos proyectos, no militamos, les negamos el cielo y los dejamos en el limbo; lo hacemos al precio de nuestra propia vida adelgazada en morisquetas, astucias, palabras y más palabras para que nadie nos pille en el delirio de esperar el año 2000 que ya pasó, el 2001 que fue cualquier cosa menos la odisea del espacio.

La energía de tantos de esos libros nace justamente de esa furia, la de la venganza contra unos padres que prometieron y no cumplieron, que pudieron ser y no fueron. Son novelas forenses, presuponen un lector jurado que decide según las pruebas razonables la gravedad de ese crimen, el de haber tenido el futuro en sus manos, de habernos legado sólo pasado. Son novelas de denuncia, tanto o más peligrosas cuando esos padres que vivieron en la clandestinidad dependieron y dependen tantas veces del silencio de los hijos. Delación compensada o no, decimos ante la patrulla que los busca, ahí están, son adultos, son grandes pero miren cómo tiemblan como niños.
Ante el narrador que se impone y sabe todo, ante el que se confiesa y no sabe nada, hemos escogido un justo intermedio, ni padre ni amante, niño, que sabe poco pero que rellena lo que no sabe de sensaciones, de ideas, de leyendas. Temeroso de todo juicio, huyendo de toda condena, nos escondemos en la perfecta complicidad de la víctima. De esa víctima que pueden ser también tiranos, los niños que nunca tienen la culpa de nada y dicen siempre la verdad, que hablan siempre por necesidad, con cierta urgencia irrenunciable que es quizás lo que los escritores adultos necesitamos ahora mismo con una persistencia nueva.

¿A qué juez, ante qué tribunal denuncian esos niños a sus padres? ¿De qué son culpables los padres? Locura, excentricidad, ingenuidad, rebeldía o silencio, los padres son culpables de venir de un mundo que no sabía lo que sabemos hoy. ¿Qué sabemos hoy? Jugamos a no tenerlo claro, pero lo que estas novelas desprenden es justamente una cierta claridad. Los padres cometieron tropelías y errores, los padres eran insuficientes y maravillosos; nosotros somos en cambio tan tranquilos; nosotros estamos, como dice Antonio Machado, en paz con el mundo y en guerra contra nuestras entrañas.

"Estamos bien, papá -dicen, sugieren, dejan decir muchas de estas novelas-, no somos felices, mamá, pero no estamos equivocados. Nosotros no vamos a engañar a nadie porque nosotros sabemos la verdad". Pocas épocas han estado más convencidas que la nuestra de saber la verdad. Los años 60 o los 30 proclamaban dogmas; nosotros no necesitamos dogmas porque creemos, porque pensamos íntima e inconscientemente estar de parte de la realidad de las cosas. Nuestros padres y abuelos creían en cosas, nosotros estamos convencidos de saber a ciencia cierta y con cierta ciencia de qué está hecho el mundo. Son, lo quieran o no, nuestros padres y su mundo, ficción.

Nosotros, los escépticos, no dudamos de nada. No hay espacio justamente para duda alguna en nuestra vida. Somos tímidos, neuróticos, sensibles, dañados, apocalípticos o integrados pero por más que nos esforcemos en equivocarnos, al final tenemos la razón de nuestro lado.

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