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La derrota final de Pinochet

Carlos Peña
Domingo 10 de Junio de 2012








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Camilo Escalona afirmó que el homenaje a Pinochet deteriora las bases de la convivencia política y el Estado de Derecho.
¿Es verdad?
Si se lo mira con cuidado, no.
Es verdad que Pinochet condujo un régimen que hizo del crimen, la tortura y la desaparición de personas, casi una rutina. Ni él ni sus partidarios han reconocido nunca esos crímenes y , en cambio, han preferido atribuirlos a excesos, salidas de madre de soldados, o adherentes, que no habrían hecho más que defenderse contra el terrorismo de izquierda.
Esa negación no constituye, sin embargo, como teme el presidente del Senado, un atentado al Estado de Derecho ni una rebelión contra sus bases.
En realidad, la celebración de este domingo es un acto cuyo carácter es muy distante al que supone Escalona: por una parte es el enésimo intento por encubrir los verdaderos recuerdos que asuelan a los partícipes de la dictadura; por la otra se trata de una protesta que trata de evitar lo que se pudiera llamar la derrota final de Pinochet.
Se trata, en efecto, y en primer lugar, de un acto encubridor por parte de quienes apoyaron al dictador y están ahora a punto de subirse a la barca que nunca ha de tornar: nadie, cuando el fin está cerca, es capaz de soportar tanta realidad, mirarse al espejo, rezar y almorzar el domingo con los nietos, y todo ello a sabiendas que, por cobardía o convicción, cohonestó o practicó el abuso, la tortura y el crimen. Cuando la verdad acecha en la memoria -no es posible estafarse a sí mismo- se hace imprescindible fortalecer los recuerdos encubridores por la vía de compartirlos en un rito colectivo.
No hay que alarmarse entonces porque los partidarios de Pinochet -la mayor parte ya viejos, los que no, reclusos, y el resto en silencio- se organicen, amasen sus recuerdos, entonen himnos hasta las lágrimas, tachen lo que ocurrió, falsifiquen lo que hicieron y celebren. Un acto como ese es apenas una terapia colectiva: una postrera represión de la verdad en los postreros días.
Pero además, ese homenaje al dictador es el intento de evitar la derrota final a manos de quienes fueron sus epígonos.
Aunque suele olvidarse -quienes celebran a Pinochet sin embargo no lo olvidan- buena parte de los que hoy están en el gobierno, los ministros Chadwick y Longueira entre ellos, alguna vez estuvieron del lado del dictador, lo miraron embobados, recibieron sus condecoraciones, le pidieron autógrafos, estiraron las palabras para halagarlo, pusieron su foto autografiada en el living, empuñaron con firmeza la antorcha en Chacarillas, justificaron sus actos y se negaron a condenar sus crímenes. Quienes hoy celebran a Pinochet esperaron, sin duda, que el ascenso al poder de quienes fueron los pupilos del dictador cesara los juicios, acelerara los indultos, espesara el olvido, facilitara una jubilación sin sobresaltos y transformara los crímenes en gestas.
Pero no fue así.
Y es que Chadwick y Longueira -y el resto que ahora guarda silencio- saben que su lugar y su protagonismo de hoy sólo es posible gracias a que fueron capaces de dar vuelta la espalda a su propio pasado, a esos días en que veían en el dictador un héroe y en sus crímenes errores que no se atrevían ni siquiera en su conciencia a condenar.
No hay duda. La reunión en favor de Pinochet es a la vez terapia y protesta; pero en ningún caso constituye un peligro.
¿Qué peligro podría haber cuando se reúnen quienes acaban de ser finalmente derrotados por Chadwick y Longueira, los pupilos alabanciosos de entonces y los ministros distantes de hoy?
Así entonces no hay que quejarse que la libertad de expresión se use este domingo para tejer recuerdos encubridores, reverdecer inútilmente el pasado, disfrazar a unos criminales de presos de conciencia y tratar de evitar, a manos de los discípulos de entonces y los ministros de hoy, la derrota final de Pinochet.

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