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Desventuras de una balaustrada por Sebastián Gray



Diario El Mercurio, Sábado 16 de Junio de 2012  
http://blogs.elmercurio.com/viviendaydecoracion/2012/06/16/desventuras-de-una-balaustrada.asp


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Llevo a dos arquitectos españoles de visita a recorrer las calles de Santiago antiguo, a enseñarles nuestro origen urbano un domingo de otoño, y con ello intentar una síntesis de nuestra historia y nuestra idiosincrasia. Se conoce a un pueblo por sus ciudades. Es un paseo que he hecho tantas veces, aprovechando la mirada cándida del visitante extranjero para observar yo mismo la ciudad como si por primera vez, siempre perplejo ante su inexplicable mezcla de belleza y decadencia. Después del fascinante periplo por los barrios Brasil y Yungay -sin duda el paisaje más noble de la capital, repleto de reliquias arquitectónicas en plena descomposición material, pero todavía vivo de orgullo y esperanza- terminamos en el entorno de la Plaza de Armas, con sus monumentos coloniales y republicanos, la elegancia marchita de la ordenanza Brunner (esos severos edificios de altura y fachada constante), incluyendo un enigmático Hotel City y un Teatro Real que sobrevive como fantasma estoico, casi intacto, compartiendo con un mar de ropa interior, electrónica y línea blanca. Vaya a verlo.
De pronto, mis ilustres visitantes se detienen atónitos ante las obras de restauración del Museo de Arte Precolombino, los tribunales viejos de mi niñez. El edificio es una de las pocas joyas coloniales en pleno centro; construido en 1805 sobre planos de Toesca para la Real Aduana, austero y soberbio a la vez, sólido como el Estado que lo creó, evidentemente emparentado con el palacio de La Moneda. Hoy es rescatado de los estragos del último terremoto, y se somete a una ampliación subterránea que dotará al prestigioso museo de mejores instalaciones.
Todo esto está muy bien, dirá el lector, pero no. Hasta hace poco coronaba el bello edificio una enorme balaustrada que, conforme a su estilo, y junto a las pesadas cornisas que lo rematan, elevaba su altura y su rango en casi un piso hasta entremezclarse con el cielo, que es lo que una balaustrada hace. Es, como tantas veces la arquitectura, una diversión visual, un ornamento cuyo fin práctico (disimular un tejado, por ejemplo) termina siendo un pretexto para un alarde de belleza. Es cierto que las balaustradas son las primeras en desplomarse, sobre todo en Chile; de seguro este edificio ha conocido varias versiones. Pero la que se reconstruye hoy es una afrenta a la historia y al oficio del arquitecto: está hecha de balaustros fláccidos, amorfos, innobles, ridículos, de un material en apariencia tan ligero y ajeno al edificio que cuesta creer que sean de verdad.
¿Cómo se justifica este absurdo diseño? Aun si la restauración contemporánea de un monumento arquitectónico permite debatir su naturaleza, incluso reinterpretar ciertos ornamentos, todavía es un deber sagrado preservar su integridad no sólo física (que sería lo más fácil), sino simbólica y significante. Conservar el paisaje urbano no es cuestión de dejar en pie cascarones y pintar fachadas, como tantos parecen creer en Chile; para eso estarán los estudios de Hollywood. Conservar es mantener vivos los actos, las tradiciones históricas, los sentidos corporales, el orgullo cívico. La arquitectura, cuando es buena, hace todo eso.

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