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El Mostrador, 5 de Junio de 2012

Aylwin

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JUAN GUILLERMO TEJEDA
Artista visual. Académico de la Universidadas declaraciones del ex presidente Patricio Aylwin al diario El País han levantado mucha polvareda en Chile, aunque es preciso reconocer que lo dicho no tiene nada del otro mundo. Lo más sonoro, que Allende no fue un buen político, es algo que parece evidente. Nadie hoy día tiene a Salvador Allende como un referente de eficacia política. Su figura es más la de un idealista, un santo, un luchador castigado por las fuerzas de la sucia realidad. Se comportó con gran entereza, pero su empeño personal y su liderazgo social terminaron en un desastre para él y para quienes lo siguieron.Son muchas las explicaciones, por cierto, y son además diversos los factores que condujeron al drama, por lo que no tiene mucho sentido querer contar hoy con una interpretación única o definitiva de lo ocurrido, que por cierto no la hay en ningún orden de cosas. Pero a estas alturas parece claro que quienes condujeron el proceso de cambios de la Unidad Popular se vieron sobrepasados por las consecuencias de sus propias acciones y dichos, y en una sobrecogedora fuga hacia adelante precipitaron al país en el desastre viendo como Chile, sometido a fuerzas externas e internas de enorme intensidad, se precipitaba en un enfrentamiento difuso e incontrolable para caer finalmente en la dictadura y en uno de los procesos de represión más atroces de nuestra historia.

Es para todos conocido que Allende no se apartó de los usos democráticos. No encarceló a nadie arbitrariamente, no cerró medios de prensa, no impidió el libre tránsito de personas, y en los tres años de su gobierno las instituciones funcionaron normalmente, pese a sufrir un hostigamiento atroz por parte de los poderes fácticos tanto chilenos como extranjeros, especialmente del gobierno de los Estados Unidos y algunas empresas transnacionales. Sin embargo sus gestos y señales y también algunas situaciones de facto apuntaban con fuerza y entusiasmo a modelos no democráticos. Dos de las corrientes de opinión que hacían el allendismo, la izquierda reformista representada por los comunistas, y la izquierda revolucionaria representada por el ala dura de los socialistas más el MIR, tenían como modelos épicos respectivamente a la URSS y a Cuba, dos dictaduras. El marxismo, con toda su carga de razón en el análisis de la injusticia y la explotación, hasta ahora no ha logrado configurar un sistema político post revolucionario que sea democrático, y en los países donde conquista el poder desemboca siempre en dictaduras populares que, huérfanas del oxígeno de la libertad, se convierten a medio plazo en dictaduras familiares o de grupos corruptos. Por otra parte quedó claro durante esos años que no bastan las mayorías circunstanciales para modificar las relaciones de propiedad.No cabe aquí apelar a la buena voluntad y recto sentido ético de los allendistas, porque lo que dice Aylwin apunta no a las buenas o malas intenciones, sino a los resultados. Y éstos fueron tan malos que no sólo no se logró lo que se pretendía, sino que las vastas fuerzas sociales y políticas que protagonizaban el cambio fueron barridas sin misericordia, las conquistas laborales y en pro de la equidad retrocedieron sustancialmente, y los derechos políticos y humanos de las personas fueron arbitrariamente atropellados por muchos años y de la peor manera. Demasiado dolor personal y muy vasto hay en este resultado como para que resulte aceptable un análisis de buenos y malos, por mucho que los buenos y los malos hayan sido relevantes en esta historia. Las visiones simplistas no nos ayudan.
Hubo también entre 1970 y 1973, por cierto, un allendismo de clase media, en torno a los radicales, a los librepensadores, moderado y sustancialmente democrático pero al mismo tiempo ansioso de frenar los privilegios y la tuición pretendidamente moral de las clases altas y católicas. Pero este grupo no logró constituirse con la debida fuerza, y finalmente no tuvo visibilidad, sobre todo en una época de Guerra Fría, donde predominaban los contrastes, los bandos irreconciliables, las visiones excluyentes. Eran los radicales y gente afín un correlato laico de la Democracia Cristiana.
Aylwin se integró al grupo fundador de la Democracia Cristiana en Chile sin haber sido una de sus figuras inicialmente más descollantes. Más que un líder, fue un operador parlamentario, un negociador. Le tocó apoyar al gobierno de Frei, oponerse luego al de Allende, liderar bastantes años más tarde la oposición a la dictadura y encabezar el primer gobierno de la nueva democracia.
No podía a la Democracia Cristiana gustarle el gobierno de Allende, que se articulaba en torno a partidos doctrinalmente marxistas, a tomas de terrenos y fábricas, a sindicatos duros, a nacionalizaciones, expropiaciones, marchas y movilizaciones permanentes. Los demócrata cristianos fueron en su origen conservadores educados muchos de ellos en colegios de curas y en la Universidad Católica. Su interpretación de la pobreza estuvo siempre ligada al concepto de caridad. Ha sido este un partido con dos matrices, una con toques gremialistas, comunitaristas, cooperativistas y demás elementos del fascismo corporativo, sin que fuese jamás la Democracia Cristiana un partido fascista aunque se llamó inicialmente Falange Nacional. La otra era la católica. Su meta era oponerse a las extremadas durezas del capitalismo desde una visión alternativa al marxismo, o quizá oponerse al marxismo desde un capitalismo atemperado por los grupos: la familia, la junta de vecinos, el sindicato, el gremio, la federación de estudiantes, etc.
Hoy quiere Aylwin, pasados los 90 años, reflexionar acerca de su vida política. Y tiene pleno derecho, faltaría más. Casi el deber. Pero he aquí que da una breve entrevista, dice lo que piensa y empiezan a descalificarlo. Algunas de sus afirmaciones tienen, por suerte, la soltura de los años previos al Golpe de Estado.
Los horrores de la dictadura llevaron a socialistas y demócrata cristianos a acercar posiciones. Son partidos de genética distinta, que para normalizar mínimamente a un país conducido por fanáticos y torturadores, lograron un entendimiento histórico y sacaron a Chile de la dictadura casi sin daños colaterales. Los gobiernos de la Concertación fueron, contrariamente a lo que puede decirse de Allende, un éxito político. Cautelosamente, ambas fuerzas edulcoraron el lenguaje y limaron sus identidades para no hacerle daño a su matrimonio concertacionista. Pero ese esfuerzo ya no es rentable, por el contrario.
Tras casi veinte años la Concertación apagó sus motores, mayormente por haber cumplido exitosamente su programa. Sigue con el vuelo, pero sin liderazgo, hablando un lenguaje muerto.
Es así que hoy, después de la batalla, muerto el pinochetismo, todo el mundo se siente muy valiente y considera que Aylwin, Lagos y los demás transaron demasiado. Puede ser. Pero la lectura que ellos hicieron entonces del talante político de los chilenos fue probablemente la correcta. La gente no quería más guerra. Ansiábamos una normalidad, aunque fuese incompleta. Entretanto los políticos quedaron atrapados en el binominal, un nudo asfixiante ideado por Jaime Guzmán para que el país siguiera el orden existente en su cerebro, por cierto brillante, pero integrista.
Los genes respectivos de los laicos y de los católicos se han mantenido en estos últimos veinte años, en tanto que el ADN concertacionista se ha hecho polvo. Vamos hacia una vida política global más que local, con nuevas agendas, y las viejas ceremonias republicanas parecen hoy añejas y obsoletas ante los nuevos espacios digitales de convivencia e intercambio.
Nos convendría mucho tener a mano la experiencia de alguien como Aylwin, compartamos o no su trayectoria y sus puntos de vista. Y si se decide a contarnos lo que le tocó vivir, ojalá pueda transmitirnos sus convicciones con firmeza, sin maquillajes. Mal habla de nosotros un ambiente donde el que dice lo que siente es crucificado.
No podremos entendernos jamás bien a nosotros mismos si hacemos del pasado reciente una historia oficial, y de las muchas opiniones existentes una opinión única gobernada por tuiteos y funas. La vida política no es una religión, es un proceso ciudadano siempre dinámico y abierto donde –como lo dijo alguna vez el propio Aylwin– no sobra nadie.

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