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El lado menos conocido de París


 
Este recorrido -real y literario- del celebrado escritor Enrique Vila-Matas por la capital gala es un extracto exclusivo del libro [escribir] París, que se lanzó hace poco en Chile (*).   

Por Enrique Vila-Matas.  París se acaba en MarignyDiario El Mercurio, Revista del Domingo
Domingo 10 de junio de 2012
http://diario.elmercurio.com/2012/06/10/revista_del_domingo/_portada/noticias/DAD6ECCF-82EC-46B1-A851-767A61575C1D.htm?id={DAD6ECCF-82EC-46B1-A851-767A61575C1D}

Nombraré algunos lugares de París, poco o nada turísticos: el asilo de ancianos donde murió Samuel Beckett, el pacífico jardín de la última casa de Delacroix (place de Fürstenberg), el Café Les Editeurs (su sopa de pescado parece pensada para Perec), la tumba de Berta Bocado en el cementerio de Montparnasse, el coqueto museo de la Legión de Honor (puro Tintín), el chabacano y a la vez elegante Hotel du Nord (todavía en pie, el mismo de la película de Arletty y Louis Jouvet), la Rue Vaneau y su implacable máquina de crear misterios, la casa de Gertrude Stein en el 27 de la Rue de Fleurus (allí hay siempre una rosa, que es una rosa y es una rosa y siempre lo será) y el lugar de Champs Élysées en el que en 1938 un árbol mató a Ödön von Horváth, dramaturgo y novelista húngaro.

¿Qué sabemos de Von Horváth? Sus amigos de juventud siempre contaban que un día, paseando por los Alpes, se encontró de golpe con el esqueleto de alguien que llevaba muchos años fuera ya del mundo. Del muerto no quedaban más que unos huesos, pero a su lado había una bolsa intacta. Horváth la abrió y halló una tarjeta postal que decía: "Me lo estoy pasando bomba". Un día, los amigos de Von Horváth le preguntaron qué había hecho con aquella postal. "Fui a correos y la mandé, ¿qué más podía hacer?", les dijo.

No dudo que habrá también algún futuro visitante de París que, tal vez para tomar precauciones y evitar pasar alguna vez cerca del castaño peligroso, se estará preguntando en qué lugar exactamente de Champs Élysées cayó abatido Von Horváth, y también si sigue allí el árbol asesino. Y aquí debo decir que me costó averiguar el lugar exacto de aquella muerte por árbol, porque todas las breves biografías de Von Horváth que iba encontrando se limitaban siempre a informar de su nacimiento en Rijeka (la antigua Fiume) para luego añadir, como de pasada y quizás buscando siempre el golpe de efecto, que murió en 1938 fulminado por la rama de un árbol -a veces también decían que lo partió un rayo- en pleno Champs Élysées. Tantas veces leí ese desenlace biográfico en sus contrasolapas que al final, cada vez que volvía a tropezar con la historia del castaño o del rayo, terminaba por simular que acababa de leer algo muy sorprendente.

Más sorprendente en cambio fue la dificultad que tuve para averiguar el lugar de Champs Élysées donde Von Horváth cayó. Alguien me dijo que a Danilo Ki? le habían conmovido las circunstancias del fin de von Horváth y había escrito sobre ellas en el relato El apátrida, que durante un tiempo pensó incluir en su Enciclopedia de los muertos. Ese triste y poético relato no me dio pistas sobre el lugar del accidente, pero sí me llevó a leer a un compatriota de Ki?, donde encontré por fin el dato que buscaba. Ödön von Horváth cayó fulminado junto al teatro Marigny, en la confluencia de Champs Élysées con Avenue Marigny. La noche era tormentosa. Él había quedado por los alrededores del teatro con el director de cine Robert Siodmak para hablar de una posible adaptación cinematográfica de su mejor novela, Juventud sin Dios.

El castaño que le asesinó está ahí, junto al teatro y el viajero que así lo desee puede sentarse en el suelo, bajo su sombra, y meditar sobre la fragilidad de la vida. Cierta leyenda parisina asegura que en el Marigny es donde termina secretamente la ciudad. Para llegar con facilidad al teatro, lo mejor es situarse en la place de la Concorde y dirigirse hacia el Arc de Triomphe de L'Etoile por la acera de la derecha de la avenida de Champs Élysées. Antes de dar con el Marigny puede que crucemos por una zona agreste con hayas y castaños, donde en una época muy remota estuvieron los límites de la ciudad. Una vez ante el Marigny, el viajero tratará de adivinar cuál pudo ser el leve error que condujo a Von Horváth, la noche de autos, a dejar su refugio bajo la marquesina del teatro.

Después, si rodea por fuera el gran local, puede que encuentre la discreta placa que hace sólo catorce años alguien dedicó a tan singular muerte. En el caso de que el viajero quiera arriesgarse a ir allí en noche de tormenta le irá bien contar para semejante aventura con una linterna o mejor con la luz de un farol como aquel que llevó una noche Ramón Gómez de la Serna al Museo del Prado para así poder ver de una forma distinta las pinturas que sólo había visto hasta entonces con luz solar.

Lo sombrío siempre dice más la verdad que lo soleado, por lo que ver de noche y con tormenta la placa dedicada a Von Horváth, verla a farolazos, puede ser una experiencia que dé una mejor idea al viajero acerca de lo que pudo ocurrir aquella noche fatal de 1938 en un lugar tan céntrico (no sólo de París sino del mundo) y al mismo tiempo tan extraño porque es donde en secreto la ciudad se acaba.

Quien redactó la placa no cayó en la cuenta de que el nombre de Champs Élysées procede de la mitología griega, que designaba así a la gran morada de los muertos reservada a las almas virtuosas. Una pena. Porque quizás a la luz de ese dato, la muerte de Ödön von Horváth podría haber quedado mejor iluminada. Tal vez a aquella rama del castaño la debilitó un rayo en plena tempestad, y el rayo dio luz instantánea a la sombra del dramaturgo húngaro, que quedó así señalado, perfectamente eléctrico entre los muertos: única alma virtuosa a aquellas horas en la gigantesca gran morada mortal, también gran avenida de los vivos. Hoy, el lugar donde él cayó, parece el sitio más idóneo de París para la meditación laica.


En el París de Tristram

Iba por Champs Élysées hace unos días y la felicidad, más que salir al encuentro, iba conmigo. Tanta euforia se debía a que llevaba en mi bolsillo una nueva traducción al francés del Tristram Shandy de Laurence Sterne. Y ese libro tiene para mí duende. Independientemente de que sea una novela genial, ese libro me ha dado siempre una fuerza espiritual extraña. Era por eso que, a pesar de que era un día de tormenta, iba yo por Champs Élysées con un sentimiento de alarmante felicidad. Me volví de pronto cauto cuando recordé que con la felicidad es mejor no confiarse y que lo más sabio es dejar que sea efímera, no querer abrazarla tanto. 

De modo que reduje yo mismo la intensidad de mi alegría y recordé muy oportunamente que en otro día de tormenta y de invierno, en pleno Champs Élysées y justo por donde en aquel momento yo pasaba, en el umbral del teatro Marigny, el escritor Ödön von Horváth había muerto instantáneamente al ser golpeado por la rama pesada de un árbol. Sin duda era un bello destino shandy morir en pleno Champs Élysées fulminado por un árbol. Pero tal vez aún no había llegado mi hora. Pasé a evocar aquellos paseos que hacía el joven Ernst Jünger cuando, entre combate y combate en Bapaum, se dedicaba en pleno frente, con alegría shandy, a leer el Tristram, que para él era una fuente de diversión y de energía en medio de un desastre bélico.

No fue la rama de un árbol, pero sí un disparo el que fulminó al joven Jünger, aunque en su caso no hubo gravedad ni muerte y despertó en un hospital militar donde pudo retomar la lectura del Tristram, porque el libro se había quedado en el bolsillo de su abrigo. Fue para él, y así lo ha contado, como si todo lo acaecido en el intermedio (el combate, la bala, la herida, el hospital, el despertar a la realidad) "sólo fuera un sueño o perteneciera al contenido mismo del libro, como si se hubiese insertado un tipo particular de fuerza espiritual". 

El duende del shandysmo. En lengua castellana sigue estando perfectamente disponible la poderosa traducción de Javier Marías. En Cataluña se acaba de reeditar la versión de Joaquim Mallafré, nada pasada de moda, a pesar de que ya tiene unos años, pues precisamente los arcaísmos del traductor, lejos de pervertir el original, subrayan la densidad del texto. Y ahora en Francia, la reaparición del Tristram Shandy está siendo un acontecimiento, que yo celebré en esa tarde de invierno, convencido de que, con el libro en el bolsillo y tomando las precauciones debidas ante la felicidad, yo era un lector invencible, por mucho que hubiera tormenta y me encontrara, además, junto al Marigny y el árbol asesino. 

Entre lo mejor del Tristram Shandy se encuentra algo en lo que algunos críticos franceses reparan en estos días como si se tratara de un descubrimiento. En un momento en que tanto se habla de narraciones ensambladas con el ensayo y esas combinaciones y novelas híbridas se presentan a veces como novedad absoluta, se ve que ahora el libro de Sterne fue seguramente la primera novela-ensayo de la historia. Así que la cosa viene de lejos. Como también viene de lejos mi shandysmo. En Barcelona, pertenezco a la Sociedad de Amigos de Laurence Sterne. Nos reunimos una vez al año, el 24 de noviembre, y celebramos el aniversario del nacimiento de ese gran escritor, oriundo de Clonmel (Irlanda). Si los seguidores de James Joyce son unos fanáticos que desayunan cada 16 de junio té, tostadas y riñón de cerdo, los amigos de Sterne no les vamos a la zaga y nos reunimos a cenar cada 24 de noviembre en un restaurante de las afueras de Barcelona, que se llama precisamente Clonmel y que regenta un oriundo de esa población irlandesa, un tipo que curiosamente nunca ha sido admirador de Sterne.

Me río a solas todos los años en el Clonmel cuando recuerdo las furibundas embestidas del Tristram a las novelas solemnes de sus contemporáneos, su asombrosamente levísimo contenido narrativo (el narrador-protagonista no nace hasta muy avanzada la novela; antes está siendo concebido, lo que hace que podamos leer Tristram Shandy como la gestación de una novela), sus constantes y gloriosas digresiones y los comentarios eruditos que puntúan todo el texto. Y, por encima de todo, su gran exhibición de ironía cervantina, sus asombrosas complicidades con el lector, la utilización del flujo de conciencia que otros luego dirían que habían ellos inventado. Y por inventar que no quede: en Sterne encontramos una fabulosa capacidad freudiana para la asociación de ideas.

Es un libro extraordinario en el que su protagonista no quiere nacer porque no quiere morir, al igual que no quería morir yo aquel día en Champs Élysées, aunque llevara mi Tristram en el bolsillo, el mejor pasaporte para la eternidad. Paso revista a mi vida y veo que el cometa Shandy, desde que apareció en ella, me la ha alegrado siempre, porque tiene duende. Me fascina esta novela tramada con un tenue hilo de narración y unos monólogos donde los recuerdos reales -como en la mejor de las hoy tan en boga autoficciones- ocupan muchas veces el lugar de los sucesos imaginados. Donde, como decía Alfonso Reyes, la risa está siempre a punto de estallar y de pronto se resuelve en lágrimas. Donde uno descubre de golpe, al borde del llanto, que la vida puede ser triste. Claro que sí. La vida es Shandy.


"cierta leyenda dice que en el teatro Marigny es donde termina secretamente la ciudad".


 Escribir París(*) En [escribir] París, el autor español Enrique Vila-Matas comparte créditos, páginas y ciudad de inspiración con la escritora argentina Sylvia Molloy (cada uno con un texto propio). Este libro está disponible en la librería del Fondo de Cultura Económica (http://fcechile.cl), y es parte de la colección Destinos Cruzados, de Brutas Editoras 

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