Roberto Ampuero
Jueves 13 de Diciembre de 2012
Jueves 13 de Diciembre de 2012
No tengo nada contra los libros electrónicos. Sé que para la gente de mi generación la nostalgia y el cariño por el libro de papel predominan a la hora de decidir qué formato prefiere. Sé también que para las generaciones jóvenes, aquellas que comenzaron a leer y hacer tareas en pantalla electrónica, no existe esa nostalgia. Sé también que muchos escritores que prefieren leer libros de papel escriben a la vez sus relatos en computador, no a mano, con lapicera o máquina de escribir. Y sé también que, al menos en países donde existen más computadores y soportes electrónicos per cápita, crecen las publicaciones electrónicas. Y si bien, para ser franco, me gustan las primeras ediciones y los libros antiguos, a la hora de abordar un avión no hay nada como hacerlo llevando centenares de libros, videos y grabaciones musicales en un aparato con el tamaño de un libro de bolsillo.
Acabo de estar en Estados Unidos y me llamó la atención comprobar -es una encuesta de dudosa validez- que en aeropuertos, cafés y restaurantes hay más gente con soportes electrónicos que libros de papel. La situación presenta desafíos para las casas editoriales, libreros, librerías y ferias del libro. Implica también nuevos desafíos para los autores. En concreto, hoy se puede escribir una novela que incluya fotos, música, videos y links , y el mismo autor puede subirla por su cuenta en la web. El panorama es incierto. Tenemos no sólo una nueva forma de distribuir ficciones, sino también una nueva forma de escribirlas y leerlas. De todo esto saldrá quizás un concepto nuevo de literatura, sobre lo que prefiero discutan tradicionalistas y renovadores.
Por otro lado, está claro que ya no será posible tener un libro con la tradicional firma y dedicatoria de nuestro escritor favorito. ¿Tendrá que escribirla en nuestro libro electrónico? ¿Le agregaremos una foto y la voz del creador, o un video de nuestro encuentro con él? ¿Nos enviará la dedicatoria por mail ? No es lo mismo tener la firma sobre un papel que se va volviendo amarillento, una tinta que se desvanece con los años y una hoja que se torna frágil como una mariposa disecada.
Hace un año, cuando me desplacé del Midwest estadounidense a Ciudad de México para asumir como embajador, me atreví a dar de baja libros de los cuales me quería deshacer. Decidí venderlos a un librero de Iowa City y comprarle, con lo que me pagara, primeras ediciones. Los metí en cajas y a los encargados de mi mudanza les dejé la instrucción de que los llevaran al librero. En otra habitación aparté cajas con libros que atesoro con especial cariño: los firmados por mis colegas o escritores favoritos. La instrucción: que los depositaran en un almacén hasta que regrese de la diplomacia a la academia.
Hace poco, al escritor colombiano Santiago Gamboa un lector le presentó, en una conferencia en Italia, una novela suya que Gamboa me dedicó el 2010, en Cartagena de Indias. Me contó, sorprendido, el viaje hecho por el libro de papel. La noticia me hizo sospechar de inmediato que algo horrible podía haber ocurrido. Este fin de semana, mientras examinaba mi bodega de libros en Iowa City, pude constatar que los hombres de la mudanza llevaron al anticuario mi colección de libros dedicados y almacenaron en cambio los libros de los cuales deseaba desprenderme. Consulté al librero y me anunció, con una sonrisa satisfecha, que vendió todos mis libros y que con el crédito puedo comprarle varias primeras ediciones. Como lo oye. Los libros dedicados se fueron para siempre.
Es una colección que me tomó varios decenios formar. Tremendo que sus libros de papel circulen hoy por el mundo con mi nombre y la firma de su autor, buscando nuevos dueños. Son libros que tal vez se marcharon tras sentirse abandonados. Ya no hay nada que hacer. Supongo que los libros de papel, a diferencia de los electrónicos, tienen alma, sueños, destinos, y hasta planes de vida, divorcio y muerte.
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