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Despertares por Gustavo Santander



Diario El Mercurio, Revista Ya
Martes 4 de Diciembre de 2012

Una vez más despierto, 
sin ninguna razón,
a la mitad de la noche.

Algunos autos esporádicos y lejanos,
se sienten pasar veloces por la avenida,
cortando con un zumbido el silencio nocturno.

Hay algo en el insomnio
que me hace sentir lejos de los demás.

Estar despierto mientras la mayoría duerme
me produce, inevitablemente, 
un sentimiento de anormalidad frente al resto.

Durante un tiempo tomé unas pastillas
que me hacían caer desplomado
como un animal de zoológico
al que le han disparado 
un dardo tranquilizante:
efectivamente dormía mucho,
pero despertaba con un humor infame.

Yo tengo asumido que duermo poco
y que, a diferencia de otros,
dormir mucho me pone de malas.

He conocido mucha gente
a la que la falta de sueño
le corta el humor de forma radical;
a los cuales hablarles
luego de una noche insomne
se convierte en una aventura peligrosa,
pues a la primera pregunta te miran 
con los ojos enrojecidos y con cara de 
"¿qué demonios me estás diciendo?"

A mí, despertar de madrugada
ya no me produce 
ningún escozor ni ansiedad:
busco una película en la tele 
o algo para leer o simplemente
me levanto para terminar 
alguna cosa de trabajo
que dejé inconclusa
antes de acostarme.

O al menos eso pasaba
mientras vivía solo,
pues ahora, muchas veces,
despierto aprisionado
por uno de los brazos de Antonia,
y me quedo inmóvil elucubrando
la mejor manera de levantarme
sin despertarla.

Obviamente todas estas actividades
que antes realizaba en la tranquilidad
de mi habitación, ahora
las debo hacer en otra pieza,
en un alegre destierro
que he aceptado sin cuestionamientos.

Antonia es de las personas
que deben dormir las horas  reglamentarias
(que en su caso van de ocho a diez)
porque si no, la mañana se convierte
en la sala de espera al infierno.

Su sueño -profundo y largo-
es tan protagónico en su vida
que el despertador se ha convertido
en una bestia negra de lunes a viernes.

El pobre aparatito
(de un verde intenso, 
números enormes
y recubrimiento de goma blanda,
seguramente para soportar
las continuas caídas al suelo)
sufre los embates de esta chica
que comienza el día batallando con él.

Ella prepara su despertar
como un piloto prepara
un aterrizaje forzoso.

Primero que nada
pone la alarma
buen rato antes de la hora
en que se debe levantar,
entonces cuando comienzan
a sonar los vips, 
saca una mano para silenciar 
(sólo momentáneamente)
a su verdugo digital.

Muchas veces, 
incluso le habla
-nunca he tenido claro
si el diálogo es con el reloj
o con el mundo
que la obliga a levantarse
para ir a trabajar-
y emite frases
("ya, ya, en veinte minutos más")
o resoplidos de hartazgo
que normalmente 
vienen acompañados 
de un movimiento corporal
que la hunde más en su almohada
por un rato, hasta que vuelve
a sonar el dichoso aparato.

Cuando por fin despierta
-aunque despertar
no sería el verbo más apropiado
para describir esta etapa-
se sienta en la cama
con los ojos abiertos
aunque no precisamente consciente.

Antonia mira a su alrededor
con la misma expresión de perplejidad
con la que un nativo de Etiopía
miraría los enormes rascacielos de Hong Kong.

Sus ojos 
-esos ojos grandes y expresivos
que tanto me gustan-
aún parecen no haber regresado
de esa etapa de ensoñación
donde permanecían minutos antes.

Como si su cuerpo
se hubiese incorporado
antes que su espíritu
y lo esperase tranquilamente.

Cuando su mirada cobra vida
es que realmente ha despertado,
entonces comienza
el pequeño ritual matutino:
hablamos un poco,
se levanta para meterse a la ducha,
yo (que seguro ya llevo
un par de horas despierto)
me voy a la cocina a poner el café,
inundando la casa de ese aroma,
esperando verla salir 
envuelta en toallas,
mientras las noticias
de un nuevo día
nos rompen una vez más
la tranquilidad de la noche.

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