Publicado en Reportajes La Tercera, 01 de diciembre del 2012
Segun los especialistas en historia de la antigüedad, apenas los austeros y frugales espartanos -y de ahí viene eso del “estilo espartano” cuando queremos adornar con un eufemismo el desagradable talante de un fulano rico, pero mezquino y coñete- habían ganado la guerra del Peloponeso y se convirtieron en la potencia hegemónica del mundo griego, casi en el acto el dinero persa, las posibilidades lucrativas que abría su nuevo poder político y militar, las tentaciones que llevaban consigo la adulación y las oportunidades monetarias de todo orden, produjeron una extraordinariamente rápida descomposición moral de aun los más sobrios dirigentes de Esparta; el dinero y el poder, llegando en masa y muy velozmente, los arrastraron a actos de extrema corrupción, a traiciones, venta de servicios, “lobby” a favor de una potencia extranjera -los persas- y a toda clase de patochadas que Clío, la musa de la historia, nos narra con las cejas enarcadas de espanto ante tanto escándalo. Lo mismo sucedió en la Roma republicana cuando comenzó a afluir el botín de las conquistas.
¿Por qué iba a ser diferente en Chile? Los tiempos cuando los presidentes de la República regresaban a su casa “con lo puesto”, como se decía piadosamente y con mucho orgullo, se desvanecieron hace mucho rato ya. Hoy los mandatarios, los políticos de todo nivel, altos funcionarios, etc., regresan a su casa, si es que acaso regresan, bastante forrados en metálico o en contactos lucrativos o en ambas cosas. Por eso, terminado su sacrificio por la patria, abren empresas de consultoría, de comunicaciones, presiden directorios, asesoran grandes consorcios, se les pagan honorarios exorbitantes por charlas donde hablan de la importancia del aire para la respiración, se los recluta en estériles pero remunerativos cargos internacionales, operan de correveidiles, se sientan en sillones de CEO, y en ningún sentido de la palabra se quedan “con lo puesto”.
Naturalmente eso, en sí mismo, NO califica como corrupción. Cada quien es dueño y tiene derecho a ganarse la vida como pueda. Pero, aunque no habla per se de corrupción, SI habla de una sociedad mucho más rica y compleja, en la que el dinero fluye a borbotones donde nunca antes había fluido, interviene en todos los asuntos, modifica las costumbres, la cultura, las actitudes y los valores. El mundo, hoy, es un espacio para “rentabilizarlo”.
El caso CNA
¿Por qué iba a ser diferente en Chile? Los tiempos cuando los presidentes de la República regresaban a su casa “con lo puesto”, como se decía piadosamente y con mucho orgullo, se desvanecieron hace mucho rato ya. Hoy los mandatarios, los políticos de todo nivel, altos funcionarios, etc., regresan a su casa, si es que acaso regresan, bastante forrados en metálico o en contactos lucrativos o en ambas cosas. Por eso, terminado su sacrificio por la patria, abren empresas de consultoría, de comunicaciones, presiden directorios, asesoran grandes consorcios, se les pagan honorarios exorbitantes por charlas donde hablan de la importancia del aire para la respiración, se los recluta en estériles pero remunerativos cargos internacionales, operan de correveidiles, se sientan en sillones de CEO, y en ningún sentido de la palabra se quedan “con lo puesto”.
Naturalmente eso, en sí mismo, NO califica como corrupción. Cada quien es dueño y tiene derecho a ganarse la vida como pueda. Pero, aunque no habla per se de corrupción, SI habla de una sociedad mucho más rica y compleja, en la que el dinero fluye a borbotones donde nunca antes había fluido, interviene en todos los asuntos, modifica las costumbres, la cultura, las actitudes y los valores. El mundo, hoy, es un espacio para “rentabilizarlo”.
El caso CNA
No es asombroso, entonces, que conductas antes imposibles, por no haber ni dinero en tanta abundancia ni mecanismos para capturarlo, sean hoy bastante corrientes. Recuérdese el viejo refrán: “La oportunidad hace al ladrón”. Y si no hace al ladrón, al menos hace al apitutado vitalicio, al aprovechador, al fresco y al perpetuo asesor a honorarios. Piénsese en el caso de la Comisión Nacional de Acreditación, escenario en el cual varias personas protagonizaron situaciones que hasta el momento la justicia investiga en sus ramificaciones y tipifica como delitos. En 1960, en cambio, reinaba la más -al menos en apariencia- estricta honestidad en este ámbito por una razón muy sencilla: no había universidades privadas, no había cientos de miles de alumnos y sus correspondientes padres pagando cientos de miles de millones de pesos para matricularlos en ellas, no había “acreditaciones” que les dieran cartel académico para atraer esos dineros y, por tanto, no había una CNA de la cual dependiera tan majestuoso negocio.
El mismo modelo de análisis, simple como es, puede aplicarse al entero conjunto del Estado y, de hecho, de la sociedad. Allí donde hay poco dinero y fluye única y estrictamente por los canales de siempre, los de la elite y sus paniaguados, la sociedad, en su pobreza franciscana, puede jactarse de su limpieza y honestidad, tal como el tipo sin gracias ni talentos al menos puede alabarse a sí mismo por su “modestia”. Haciendo virtud de la necesidad, en dichos paradisíacos tiempos creamos una vasta mitología que, como toda mitología, ha sobrevivido en exceso las condiciones en las que nació y a las que aproximadamente -siempre exagerando- describía. En un país así pueden reinar los “valores” porque su reinado no es desafiado por nada. En el Chile de hoy, en cambio, el dinero circula no sólo en la elite, sino en otras capas y niveles; hoy hay arroyos y arroyuelos de plata contante y sonante aun en lo que antes era tierra árida. No sólo altos funcionarios, sino medianos y hasta bajos, públicos y privados, tienen hoy una democrática opción para dar un zarpazo.
Educación
Regresando a la CNA, todo lo allí ocurrido parece indicar que el entero sistema de educación superior privada está, si no corrupto por completo, al menos en tela de juicio de pies a cabeza. Hay aun más: la corrupción no es sólo cosa de dinero, de coimas o pagos con pretextos varios, sino de deshonestidad en cuanto a la naturaleza de lo que se dice entregar. Y es de temerse que, haciendo excepción de dos o tres universidades privadas importantes y/o de dos o tres facultades de otras que lo son menos, lo cierto es que el sistema universitario privado brilla por su mediocridad o, aun menos que eso, relumbra con simple y llana deficiencia. Las pruebas son su total ausencia en los rankings internacionales de calidad, la poca cuantía y escaso valor académico de la investigación promedio, la calidad de los egresados -en la pedagogía, la mayor parte de ellos no saben, apenas salidos, ni la mitad de lo que debieran-, y lo relajado y facilón de las mallas curriculares. Es de dudarse que muchas universidades privadas, escrutinizadas por cualquier experto internacional, pudieran resistir el examen. Por lo demás y para ir más lejos, es de dudarse que lo resistieran muchas universidades “tradicionales” o, al menos, algunas de sus facultades, las cuales se amparan todo el tiempo tras ese cartel con pretensiones históricas, pero ofrecen carreras de currículum mediocre profesado por medianías y para alumnos de 500 puntos para abajo. ¿Qué calidad puede surgir de eso?
“Las instituciones funcionan...”
Una de las frases favoritas del ex Presidente Lagos, su mantra personal e intransferible, uno de continuo uso cuando aún presidía la nación, era la siguiente: “Las instituciones funcionan”. Nunca entendimos qué quería, exactamente, decir con eso. Ciertamente, en las mañanas, las instituciones públicas abren sus grandes y solemnes puertas de bronce, a las nueve llegan los funcionarios, prenden el anafe para el té, encienden la estufa bajo el escritorio, dejan el vestón en el respaldo de la silla, van al pasillo a fumar y luego tramitan un par de papeles, pero tal vez eso no sea suficiente para calificar a una institución como “funcionando”. Tal vez no baste que el Estado, a través de mil mecanismos, ordeñe con eficiencia a la ciudadanía para preservarse a sí mismo. Tal vez se requiera, para calificar a algo de ser “funcional”, que efectivamente funcione de acuerdo a ciertos estándares mínimos de servicio y eficacia. ¿Lo hace en salud? ¿Lo hace en educación? ¿En seguridad ciudadana?
Lo hace a medias. Quizás, para ser justos, en ninguna parte del mundo, dada la naturaleza humana, se logre un 100% de eficacia. El problema es que entre ese 50% y el 100% inalcanzable hay una multitud de grados intermedios que sí pueden alcanzarse y a los que, para ser francos, no hemos intentado con suficiente fuerza llegar. Debe considerarse, además, que a la par con las iniciativas aisladas que allí o allá pretenden “digitalizar” servicios y otras modernizaciones parecidas para acelerarle el trote al Estado, un caballo muy vigoroso y quizás más veloz amenaza tomar la punta: es la corrupción, el crecimiento diario de conductas reñidas con la honestidad, el descubrimiento semanal de irregularidades públicas y privadas, la sensación para nada ilusoria de que vamos por un tobogán hacia el más profundo de los pozos.
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