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Una pareja que no compartirá el plinto de una estatua por Carlos Peña


Diario El Mercurio, Domingo 04 de Noviembre de 2012


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El verdadero problema político del gobierno no es la salida de Allamand o de Golborne -días más o días menos, algo así inevitablemente ocurrirá- sino la situación de quien, hasta ahora, ha sido un ministro inexistente: Hinzpeter.
Su permanencia en el gabinete será un síntoma elocuente de que el gobierno está atrapado en la personalidad del Presidente (más preocupado de no ceder en sus preferencias, que de la suerte de la coalición que lo apoya). Su salida, en cambio, sería la muestra que la política (y no el simple poder de la subjetividad presidencial) ha entrado al gobierno.
En un régimen presidencial, donde el Presidente acapara múltiples funciones que acumulan responsabilidades sobre sus hombros, contar con un ministro del Interior que organice las relaciones con los partidos, lidere el gabinete, contenga los excesos de los partidarios, o los estimule cuando sea imprescindible, y sobre todo sirva de contención a las múltiples pulsiones y cambios de ánimo que animan la personalidad de quien está a cargo del Estado, es una de las tareas clave de la política.
Es cosa de recordar los últimos gobiernos democráticos: Aylwin tuvo a Krauss; Frei contó con Carlos Figueroa; Lagos se auxilió de Insulza; Bachelet se hizo del timón cuando confió en Pérez Yoma. Todos ellos de secretarios sólo tenían el nombre: se trataba de personalidades con vida política propia, capaces de conducir por sí mismos las fuerzas del Estado.
Hasta las dictaduras conocen esa lección: los grandes momentos de Pinochet -es decir, los momentos en que su voluntad pareció modelar los años que venían- tuvieron a Sergio Fernández a cargo.
Lo que hasta ahora no se conocía, era el intento por estructurar un gobierno sin ministro del Interior.
Y el resultado es un notable fracaso.
En un gobierno presidido por Sebastián Piñera -una de las personalidades más centradas en sí mismas que conoce la política chilena- carecer de ministro del Interior equivale a no contar con ninguna mediación entre la subjetividad del Presidente y el resto del gabinete. Así, el narcisismo presidencial, esa rara necesidad de reafirmarse en cada una de sus intervenciones, esa extraña tendencia a oírse a sí mismo y mirar al interlocutor como si fuere translúcido, en vez de moderarse, crece. La delectación del Presidente por el poder (no por la política, que no es lo mismo) y la lealtad irrestricta del ministro del Interior al Presidente (y no a las ideas del Presidente o a los intereses de quienes los respaldan, que tampoco son lo mismo) no hacen más que ahondar la distancia con la ciudadanía, uno de los problemas del gobierno de Sebastián Piñera.
Lo saben las cabezas más lúcidas de la coalición gubernamental: el problema es que Hinzpeter es más leal a la subjetividad de Piñera que a los intereses estratégicos de la coalición y del gobierno.
Más leal a la subjetividad de Piñera que a las ideas que ambos dicen compartir; más preocupado del vínculo personal que de las redes del gobierno; más escrupuloso en reafirmar los puntos de vista del Presidente que de morigerarlos; y con una personalidad más reactiva que firme, su presencia en el gobierno, cuando vienen tiempos difíciles, se hace, por eso, para quien observa los asuntos políticos, cada día más inexplicable.
Cuando asumió, Rodrigo Hinzpeter avizoró su relación con Piñera como semejante, o parecida, a la que Manuel Montt tuvo con Antonio Varas.
La comparación da cuenta de las fantasías que animaron la relación entre Hinzpeter y Piñera; pero también permite constatar su fracaso.
Montt y Varas fueron amigos. Varas sucedió a Montt en muchos de sus cargos, fue su ministro en varias de sus carteras, juntos crearon el Partido Nacional (en la primera versión que duró hasta los años treinta) y, con toda razón, acabaron compartiendo el plinto de una estatua.
No será el caso, desgraciadamente, de Hinzpeter y de Piñera. De que están unidos por una amistad férrea, no cabe a estas alturas ninguna duda; que nunca pisarán juntos el plinto de una estatua, tampoco.

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