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La televisión por Pedro Gandolfo



Diario El Mercurio, Sábado 10 de Noviembre de 2012 


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Es ingenuo pensar -para decirlo suavemente- que guardamos una real libertad frente a artefactos como la televisión. Una vez que entra en un hogar y, peor, en una habitación, la batalla está perdida. La televisión es hoy, para bien y para mal, una mascota perenne en la mayoría de nuestros hogares y se ha posesionado no de uno sino a veces de varios centros neurálgicos del mismo.
Hace años que no veo un televisor apagado: es casi tan extraño como encontrarse a alguien que tenga su teléfono celular apagado (en silencio, alguno que otro audaz). No soy un experto, pero desde que se consolidó masivamente como altar doméstico se viene discutiendo su efecto estultificante (permítaseme el neologismo) que, acompañado de una poderosa fascinación, la convierte en un atractivo devorador de audiencias que, en clave de terror, la remite a ese tópico fílmico de fantasmas hostiles tragándose a alguien hacia el otro lado de la pantalla. Ese alguien es, generalmente, un niño.
Pero del seductor y ofuscador atractivo de "la tele" no se libran ni los sujetos más adultos, refinados y sabios. Montale, el poeta italiano, cuenta la historia de un eminentísimo profesor, hombre erudito en varios y diversos temas, ameno y simpático, quien se encerraba diariamente por horas a darse atracones de lo más vulgar de la televisión italiana (que es casi un absoluto), según él, con fines terapéuticos. Y puedo citar ejemplos muy cercanos.
Al parecer, según sostenían olvidadas antropologías y quieren demostrar ahora sesudas investigaciones, de la inclinación a lo grotesco y morboso no se libra nadie, con distintos grados, por cierto. De algún modo, incluso, aquella inconfesable propensión se puede cultivar y convertir en arte, como de hecho ocurrió -y con frutos maravillosos- durante todo el movimiento romántico.
También puede derivar en productos seudoculturales: en cualquier sociedad, incluso en la más refinada, hay una ingente masa de "cultura basura" en sus distintas variantes, que convive y acaso posibilita a la que no lo es. Los programas más populares de la televisión chilena constituyen una exhibición detallada, tediosa y galopante de la vulgaridad ficticia, de una suerte de espectáculo de la vulgaridad que ejerce, a la vez, rechazo y oscuro atractivo. En ese ámbito se construye una falsa intimidad, en la cual todos los espectadores están invitados a inmiscuirse y reconocerse en una familiaridad cercana y sin ningún tipo de exigencias.
Por su predominio incontrarrestable, la televisión posee en nuestro desarrollo cultural una importancia casi mayor que nuestro sistema educacional. ¿Y atornilla al revés de un modo tan ostentoso y visible? Una "irresponsabilidad social" que no debe considerarse un asunto puramente privado.

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