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Evocando un mundo que desapareció y que sólo se mantiene en nuestras gastadas y atareadas neuronas...‏



Preguntas
por Jorge Edwards
Diario La Segunda
Viernes 16 de Noviembre de 2012

Creo que preguntarse por qué escribir memorias es lo mismo que preguntarse por qué escribir. La escritura es púdica, solitaria, secreta, pero desemboca en lo público, en lo impúdico. Hacemos un streap tease interno y al final nos descubren todos. Llegan de visita, entonces, personajes graves, sesudos, algo doctorales, por decirlo de algún modo, y me piden cuentas. No estoy acostumbrado a rendir cuentas. Rindo cuentas en la administración, asunto obvio, castigo imprevisto, y de pronto encuentro que estoy obligado a rendir cuentas en la literatura y hasta en la vida. La vocación literaria conduce a contar, a narrar, a explayarse. Los poetas escriben memorias disimuladas y en verso. Neruda escribía sobre enfermedades en su casa. Huidobro, sobre las plantaciones de preceptos que lo rodeaban. Zurita dice: El mar llora. Viviana llora.
Comenzamos a escribir para disimular, para ocultarnos, para salir del equipo de fútbol, y terminamos de hacerlo para revelarnos, para poner nuestro corazón al desnudo, como decía el ya antiguo maldito. Por delicadeza hemos perdido nuestra vida. Es decir, por distracción, por imprudencia, por pasión desatada y desequilibrada. Jean-Jacques Rousseau, en sus confesiones, contó sus errores, sus pecados, sus desatinos. Narró en forma íntima, sin tapujos, sus amoríos con una señora de la época, Madame de Warens, y no omitió una flatulencia sonora que se le escapó a ella mientras agonizaba. Y era, sin embargo, lo que ahora se llama un líder de opinión, un reformador político que marcó su época, además de un maestro de la palabra escrita. ¿Por qué será que tenemos que reproducir la explicación, que explicar estas cosas elementales, archisabidas, de nuevo? ¿Porque somos provincia, porque somos el último Occidente, como dijo don Luis de Góngora?
Escribo crónicas, escribo memorias siempre fragmentarias, escribo confesiones íntimas, y el ejercicio me ayuda a vivir. Algunos se divierten y otros se escandalizan. ¿Debo callar, disimular, convertirme en un hipócrita perfecto, como buen chileno? Llego mirando al suelo, de manos entrelazadas; me inclino, digo un par de mentiras, y me retiro haciendo venias. Todos, en ese caso, aplauden, y yo entro en un proceso de muerte lenta. Señores del jurado, de la academia, del ministerio, sáquense las anteojeras por un rato, abran las ventanas y respiren los aires del vasto mundo.
Alguien llega a la conclusión de que Chile ha sido un país dotado de focos de cultura, de rincones ilustrados, y de vastas praderas dominadas por la barbarie. En la casa de mi abuelo paterno, que todavía subsiste, pintada de amarillo, en la Alameda abajo, había una biblioteca notable. De niño, me sentaba en un sillón de lectura, de alto respaldo, de cuero negro, dotado de un atril de bronce para colocar los libros, y leía sin parar. Había decidido leer todos los libros de esa biblioteca por orden alfabético, pero no salí nunca de la al, de don Pedro Antonio de Alarcón. Creo que una de sus obras se titulaba El Capitán Veneno, otra más conocida, El sombrero de tres picos, y había un libro de viajes por la meseta castellana que seguía con curiosidad y con algo de asombro. Me gustaría mucho escribir un libro actual de viajes por Chile, pero no sé si alcanzaré a hacerlo. Viajar a pie, en buses, en automóvil, en ferrocarril, en avioneta. Viajar en barcos caleteros. Llegar hasta Juan Fernández y la Isla de Pascua. ¿Por qué no seguir hasta Perú, hasta el altiplano boliviano? Los prejuicios nacionales nos limitan hasta en la literatura. Pero la palabra es generosa, común, liberadora. Espero ir pronto a Lima y Arequipa y subir en los años que vienen hasta el Titicaca. He sido a lo largo de la vida, en forma constante y coherente, partidario entusiasta de la reconciliación definitiva, real, entre Chile, Perú y Bolivia. No saber doblar la página de una guerra de hace un siglo y medio, seguir en guerras o en guerrillas de pesadeces, de escupitajos, me parece un error provocado por nuestro provincianismo, por nuestra falta de sintonía con los sectores más avanzados del mundo contemporáneo.
He leído las memorias de Rousseau, las de Chateaubriand, las de Vicente Pérez Rosales, que forman uno de los mejores libros chilenos, uno de nuestros pocos libros fundacionales. En la literatura brasileña existen libros parecidos. También entre los grandes clásicos argentinos, como es el caso de Domingo Faustino Sarmiento. Uno de los mejores libros de memorias del siglo XX es Speak, memoryHabla, memoria, de Vladimir Nabokov. Son recuerdos de una Rusia que desapareció después de la Revolución. Ahora bien, el tema de todo memorialismo es la evocación de un mundo que desapareció, que sólo se mantiene en nuestras gastadas y atareadas neuronas. En Moscú, hace pocas semanas, adentro de una vitrina, me dediqué a mirar el impresionante abrigo de León Tolstoi, el novelista de Guerra y Paz y deAna Karenina. Es el abrigo de un gigante, y por dentro está forrado con la piel de un animal entero. Esa pieza de vestir, con sus solapas enormes, hace resucitar frente a nosotros algo desaparecido. Frente a un grupo de escolares rusos, la guía nuestra, algo intrusa, parlanchina, dijo que yo era un escritor chileno. Los escolares, chicos y chicas, me miraron con verdadero asombro, sin atreverse a decir nada.

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