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Cuatro generaciones en un pincel

 
De abuelo a bisnieta la pasión por la pintura se convirtió en la marca de una familia. Se hizo luz en los objetos simples que descubrió Pablo Burchard, y dirigió trazos de profunda ingenuidad en los personajes que imaginó su hija Cuca. Ha sido el medio para la búsqueda vital de Gonzalo Landea y una explosión de sensualidad y colores en los óleos de su hermana Carolina. Para Melina Vivado, la menor de la familia, es la posibilidad de transmitir naturaleza pura. Todos partes de un clan, que aprendió a mirar con los mismos ojos.   

Texto, Paula Donoso Barros | Fotografías, Viviana Morales  
Diario El Mercurio, VD, Sábado 10 de noviembre de 2012

Ninguno se acuerda de haber visto a Don Pablo, como le decían todos, trabajando. Ya estaba viejo cuando lo conocieron en su casona de calle Suecia, retraído y malhumorado por culpa de la ceguera que le llegó como secuela de una enfermedad. A Pablo Burchard, el pintor de la luz, la oscuridad total le resultó insoportable y ya no quiso comer.
Antes de eso, Carolina y Gonzalo Landea, muy niños, pudieron conocerlo. Gonzalo, un poco más a la distancia, porque para un abuelo que vivía rodeado de flores, sólo acompañado de su mujer, la abuela Julia Aguayo, una intelectual fanática de la lectura, este nieto de diez años le resultaba demasiado inquieto y destructivo. "Llegábamos con mi hermano a su casa en calle Suecia, y él le decía a mi mamá: '¿Esos niños son suyos, mijita?"', recuerda. Con Carolina fue distinto. La menor de los cinco Landea Burchard todos los días acompañaba a su madre en la rutina de visitar al abuelo; se subía a la cama y el saludo era con un beso cerca del ojo, para hacerle el quite a la barba cosquillosa. Don Pablo se dejaba regalonear por esta niñita de cuatro años a la que llamaba "Mi pelotita de oro"... "Era un amor, inolvidable; estaba súper fregado, pero igual era cariñoso conmigo". Después de los saludos, Carolina partía con sus mechitas rubias a descubrir un jardín que entonces encontraba enorme, que estaba lleno de esculturas y amapolas; con el niño y el ganso en la pila, el David de Donatello en un rincón, "miles de cosas fascinantes". De entonces, está segura, le quedó su obsesión por los jardines lindos, como el que tiene en Cachagua.
Don Pablo, hijo del arquitecto alemán Teodoro Burchard, uno de los iniciadores del estilo Neogótico en la arquitectura chilena, fue alumno de Cosme San Martín, de Pedro Lira y de Álvarez Sotomayor, y "el exponente mayor de un estilo pictórico a contrapelo de corrientes y vanguardias, que se gesta de la naturaleza y se nutre de ella", según definió su obra el crítico Enrique Solanich. A nivel personal, quien también fue director de la Escuela de Bellas Artes, dio inicio a un clan de artistas que ya va en su cuarta generación, donde casi por condición genética se mezclaron arquitectura y pintura. Pablo hijo, con acuarelas, óleos y témperas, y también Pedro Manuel. Pero la línea más visible en el mundo del arte continuó por la menor de sus tres hijos, María Luisa -Cuca Burchard-, mamá de Carolina y Gonzalo Landea, y abuela de Melina Vivado Landea. "Una familia muy especial -resume la menor del grupo, hoy instalada en Bali- en la que tuve la suerte de crecer en libertad, tomar mi camino como pintora y salir al mundo".
Según Gonzalo, su abuelo fue un artista bastante underground. También Solanich lo catalogó como un "solitario de la pintura y la escena cultural chilena; sin seguidores numerosos", aunque haya sido primer Premio Nacional de Artes en 1944, y profesor de artistas grandes como Balmes, Roser Bru, Matilde Pérez, Ramón Vergara Grez. "Es sólo un grupo el que lo capta; de su obra, cantidades no hay. No sé si sería muy prolífico, pero su obra es perfecta. A don Pablo le interesaba la luz. Como un místico, su sendero fue buscar la luz a través de una diversidad de temas cotidianos. Cuando la veía caer en un objeto sencillo y simple, él atacaba con sus pinceles. Donde estuviera, hoy sería un pintor reconocible y reconocido", dice su nieto.
Su hija Cuca, en cambio, fue un ser social. Extravertida, alegre, se hizo notar por sus gatos negros, sus niños de ojos grandes, sus arlequines, sus jaulas con pájaros y flores colorinches y un sinfín de imágenes que a golpe de vista remiten al Chile de los setenta. Su papá la bautizó con el sobrenombre que se convirtió en su firma, cuando ella, el concho de la familia, se moría de vergüenza cada vez que su papá, de barba y bastón, mucho mayor que los de sus compañeras, la recogía del colegio. "Mi mamá arrancaba diciendo 'viene el cuco, viene el cuco' y se escondía debajo del banco -cuenta Carolina-. Él le decía 'si yo soy el cuco, tú eres la cuca'... y de ahí le quedó el nombre. Se adoraban. Y él la admiraba mucho como artista", recuerda Carolina.
Igual que su padre, Cuca trabajaba en varios talleres que tenía repartidos por su casa de calle Pío X. Uno era para pintar, en otro modelaba cerámica, en todos había siempre mucha gente; todo el tiempo estaban pasando cosas. "Mi mamá dibujaba como una japonesa. Era impresionante verla pintar. Tenía un trazo precioso, no levantaba el pincel hasta que se le acababa la pintura. Tenía una capacidad de síntesis impresionante, pero era muy impaciente y por eso no fue muy minuciosa", dice Carolina.
 Mientras su marido Jorge Landea, un connotado mueblista de la época, vendía sus creaciones en la tienda que tenía con sus hermanos frente al cine El Golf, Cuca trabajaba con cinco niños dando vueltas por la casa. Así empezó Carolina a pintar, a meterse al torno, a ver las cosas que por magia salían del horno con otro color. "¡Me quemé mil veces! Mi mamá dibujaba y yo le rellenaba. Trabajé por años con ella y, la verdad no me di cuenta de cómo empecé en el arte, fue algo natural. Ella tenía una mesa para que yo pintara. Lo que en el fondo necesitaba era que no la fregáramos. Lo mismo que yo con mis hijos, no es que tenga tantas ganas de que pinten, es para que no molesten".
Carolina tiene cinco. Dos con su pareja, el pintor Charlie Nightingale; dos con Calá Vicuña, de quien enviudó a fines de los ochenta, y Melina Vivado, de su primer matrimonio, quien se crió en la casa de su abuela jugando a los mismos juegos con que creció su mamá, quien la tuvo apenas de dieciocho. A la misma edad que Melina se instaló en Bali, y donde hoy sigue viviendo dedicada a la pintura, con su marido y su hijo de dos años. Desde allá, reconoce: "Fue un regalo ser el concho entre los hijos pintores de mis abuelos. La casa de Pío X era muy diversa, todos mis tíos hablaban de arte y siempre había poetas, músicos, políticos, fiestas, gente interesante, pero más que nada mucho oficio de pintores. Mi abuela Cuca era una mujer admirable, amorosa, sensible y muy abierta de mente. Moderna, muy poco convencional".
-Ella era muy auténtica. Encontró muy temprano su propia individualidad y se fue por un hilo -dice Gonzalo, aunque siente que sus pares no la tomaron "tan en serio como debían". Tal vez la ingenuidad de sus líneas y los personajes casi infantiles que la caracterizan, con los que ilustró muchos libros infantiles, jugaron en su contra, entregándole poco reconocimiento a una carrera con muchas exposiciones aquí y en el extranjero. "Parece que Chile hace eso con sus artistas. Pasó con la Violeta Parra. Pero la Cuca es naif hasta por ahí no más; era una experta en hacer atmósferas, y quien puede hacer atmósferas tiene un mundo muy profundo...".
Cuca no tuvo estudios formales de pintura. Tampoco sus hijos, aunque todos pintan. "Todos los hermanos necesitamos pintar. La María Luisa no lo hace en forma profesional, pero es muy buena. Lo mismo que el mayor, Rodrigo, que es empresario. Y Pablo, nuestro hermano loco, es el que pinta mejor de todos; siempre decimos que si le damos pintura nos va a echar a todos al agua. La diferencia es que con la Carolina lo tenemos como profesión, no más que eso", dice Gonzalo, en el taller de su casa camino a Catapilco. Una construcción antigua, rodeada de dedales de oro, que compraron sus padres y donde veraneaban en familia.
En la casa donde vive con su mujer y dos de sus tres hijos, las obras de su mamá y su abuelo, se mezclan con las suyas. Todo tiene una historia, un recuerdo asociado. La lámpara de cerámica que hicieron juntos, el retrato que le hizo con cuatro líneas siendo un niño. Lo mismo ocurre en la casa donde Carolina vive en Cachagua. Allí hay cerámicas y cuadros de Cuca y de Melina. Está el atril y dibujos de su abuelo. Y también las mujeres en la playa que caracterizan su propia obra, y varios paisajes, arboledas, estanques y floreros con los que se ha ido dando licencias, dice, para buscar nuevos temas, aunque a la gente le cueste acostumbrarse.
Se reconocen parte de un mismo clan.
"De chica estaba tan cerca de mi mamá que de repente pintaba muy parecido a ella y eso, en un minuto, me produjo cierto conflicto. No tenía técnica, estaba limitada por lo que sabía. Igual me apuntalaban otras personas que sabían más, como mi hermano Gonzalo". Él había tomado clases en España, cuando su papá decidió, un año antes de que saliera Allende, partir con toda la prole y radicarse un tiempo allá, para que conocieran la tierra de sus ancestros. Estuvieron cuatro años, en Madrid, en Marbella. "Tuve clase con José Luis Azparren. Trabajé mucho, dibujé cabezas renacentistas hasta el agotamiento", dice Gonzalo. Para Carolina, el maestro fue su papá: "Un hombre súper culto que nos llevó a todos los museos y nos explicó todos los cuadros... yo era mala en el colegio pero con él aprendí harto", se ríe. Allá Cuca nunca dejó de trabajar. "Sin taller, armaba sus monos de greda y los ponía debajo de la cama. Siempre estaba haciendo algo".
Cada uno en su línea, asumen sus cercanías.
Gonzalo, que ha dirigido su vida en lo que llama una sed de búsqueda ancestral, siente que aunque su pintura es "totalmente independiente" en ella está aflorando "una cosa medio Burchard", que nota en la pincelada. "Creo que es el autorreconocimiento; después de haber pasado por muchas escuelas, también en la parte espiritual, en un momento empezamos a volver a casa. Así de absurdos somos los seres humanos, al final, a lo mejor termino pintando una flor no más".
 A Carolina antes le angustiaba sentirse parecida, escuchar las comparaciones frecuentes: "Porque la gente es bastante jodida en ese sentido; no lo hacen fácil". Y tal como a ella le ha pasado con su mamá, con su hermano, con su abuelo, a Melina le pasa con ella. La misma Carolina siente que los cuadros de su hija, aunque los pinte al otro lado del mundo, se parecen a los suyos, aunque al mismo tiempo nada tengan que ver.
-Es inevitable. Tiene que ver con cómo uno aprendió a ver las cosas; con una sensibilidad común demasiado potente -dice Carola. Hace unos días se entusiasmó con la idea de pintar a su gata negra entre las flores amarillas que rodean su taller, y se lo comentó a su hija Laura, de diez años. "Ah, vas a hacer un cuadro Cuca", fue el comentario. "Le encontré toda la razón".

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