por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 5 de noviembre de 2012
El octubre que se fue se llevó a Pancho Zegers, editor, publicista, pintor.
La suya fue una de esas muertes inopinadasque nos cuesta meter en un sistema de explicaciones.
Me parece que
teníamos un encuentro pendiente,
pero el tiempo se precipitó.
Todo es así a estas alturas:
una lucha para que
el vértigo del tiempo fugaz
no nos desbarate la conciencia.
A cierta edad,
uno se distrae un rato
y ya pasaron cinco años.
A veces dan ganas de irse a vivir
a la soledad del campo o de las montañas
sólo por la posibilidad de que la monotonía
nos devuelva una imagen
inmóvil, sostenida, ralentada de la existencia.
Bastaría un sillón viejo
dispuesto en un corredor
frente a una extensión silenciosa,
potreros sembrados o llenos de maleza,
un bosque, un camino polvoriento,
más allá algo acuoso, un estanque con patos
o cualquier otra presencia animada.
Haga el ejercicio de imaginar esa escena
como una forma de sujetar la tarde:
estoy aquí, en el mundo,
referido por las distancias que me rodean,
por los ecos de los hachazos,
por los pitidos de los pájaros emboscados,
por las risas provenientes del otro lado de unas pircas.
Los hechos, de tal modo, tendrían
una incidencia mayor en la memoria.
Estoy seguro de que los crímenes de Lolol,
ocurridos hace unos meses, han marcado
la vida de los habitantes de ese lugar.
Para los santiaguinos, en cambio,
se trata de una noticia espeluznante entre otras,
y luego la olvidaremos ante el bombardeo
de estímulos que se renueva diariamente.
Alguien observaba hace algún tiempo
que curiosamente no disponemos de cinco minutos
para escuchar al prójimo por teléfono
y sin embargo podemos pasar horas "navegando" por internet.
Es cierto,
porque el prójimo
puede llegar a ser
monstruoso en sus deseos,
aplastante en su intensidad,
y suele transferirnos ansiedad,
una sustancia de la que
nuestro sistema nervioso
está de por sí saturado.
El mundo abierto
por el computador, en cambio,
es neutro hasta la saciedad.
Pasamos de una zona a otra
-de una hora a otra-
sin tener que mirar a nadie a los ojos.
Zegers recordaba, por el aspecto,
ciertas fotografías de Rudyard Kipling:
el bigote simétrico, los anteojos redondos.
La formalidad de su atuendo
estaba en relación con su formalidad en general.
Solía darles un carácter abstracto, especulativo,
a temas que tenían que ver con cuestiones concretas.
Muchas veces lo escuché descifrar
la ideología o la psicología oculta
en la decoración de un recinto.
Siempre me he llevado bien con la gente
con la cual puedo reírme de los lugares,
ya se trate de oficinas o fuentes de soda.
Con Pancho Zegers ésa era una alternativa real.
Quién sabe dónde está ahora,
si hay un limbo o antesala que lo acoja,
si hay alma cuyo aliento persista
en los chiflones del más allá,
si los que mueren se llevan algo
del ruido de este mundo.
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