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La ironía es una forma de tomar distancia.


Por eso es un recurso retórico muy efectivo
para tocar temas difíciles,
que vistos desde cerca no producen más
que lugares comunes, dogmas, fanatismos.
Sin embargo, en el ámbito de los recuerdos,
parece que la ironía opera más bien
como un mecanismo de defensa,
un escudo que nos evita sufrir la nostalgia.
Piénsese en la risa que dan esas fotos ochentenas
llenas de pelos escarmenados y hombreras exageradas.
No son fotos cómicas, lo cómico es la distancia
para esquivar el daño del tiempo y no percibir
en el sinsentido del pasado, el abismo del presente.
Desde los años noventa,
época en la que terminó
el sentimentalismo y empezó
la fiebre irónica de la nostalgia,
la misma que produjo las fiestas kitsch
y el retorno circense de muchos fantasmas,
esa mirada desapegada del pasado
ha sido tan pegajosa que resulta
imposible sustraerse a su influjo,
pero siempre había algo,
un pequeño nexo irrenunciable
que le impedía llegar al clímax del ridículo.
Sólo en Trololó, Eduard Anatolyevich Gil,
el cantante ruso fallecido recientemente
en un hospital de San Petersburgo
y su canción maravillosa,
encontramos la distancia total
para reírnos sin pasar a llevar
ni un pelo de nuestra memoria.
En todo lo demás,
siempre queda
algo de pertenencia
que se niega
a ser aplastado del todo
por el peso de nuestra risa.
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Extracto de la reciente columna
de Leonardo Sanhueza, publicada
en la edición del martes 5 de junio de 2012
en el diario Las Últimas Noticias

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