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Cambio de timón



Diego González y Benjamín Grez son los segundos chilenos en clasificar a unos Juegos Olímpicos en la ultracompetitiva clase 470. Antes, sólo lo había logrado una leyenda de la vela: el destacado navegante chileno Alberto González, el padre de Diego. Ésta es la historia de una sucesión.
La angustia recorre Barcelona. Es 14 de mayo, el segundo día del Mundial 470 -una de las categorías más difíciles de la navegación con vela- y el equipo chileno se está quedando afuera de los siete cupos que la cita reparte para los Juegos Olímpicos de Londres. Hasta ese momento, los resultados han sido desastrosos. Los nervios, el fuerte viento y la juventud del equipo han soplado en contra. Tanto, que han quedado en el puesto 42 de la clasificatoria.
El equipo sale a comer y tanto el entrenador, Cristián Noé, como uno de los dos tripulantes, Benjamín Grez (19), están desesperados. Saben que lo que tienen por delante es casi imposible: si en el tercer día no consiguen llegar dentro de los cinco primeros puestos en las dos regatas que quedan para clasificar, en julio no estarán en los Juegos Olímpicos (JJ.OO.). Y eso significa que los últimos dos años de sus vidas -dejar sus carreras, viajar por todo el mundo buscando puntos, no ver a sus familias- están a punto de transformarse en una gran pérdida de tiempo.
Diego González (25), el otro tripulante, el único que ha mantenido la calma durante todo el día, es entonces el que pone los paños fríos. Habla con una tranquilidad difícil de comprender. Les dice que los resultados van a llegar solos, que no necesitan presiones. Que tienen que salir a navegar sin buscar ningún puesto, y que haciendo lo que saben van a lograr el objetivo. “A él es al que menos se le nota el nerviosismo. Nunca se deprime ni cree en la mala suerte”, dice Benjamín Grez. “Es el más fuerte, porque vio a su viejo enfrentar momentos de presión toda su vida”.
Detrás de ese discurso -lo sabe su equipo- está la experiencia de muchas batallas. El privilegio de haber crecido en una escuela de navegación full time. Diego González es el hijo de Alberto “Tito” González y eso en el mundo de la vela nacional es mucho decir. Su padre es el mejor navegante chileno de la historia, seis veces campeón mundial en categoría Lightning y dos veces oro panamericano. Diego ha sido su tripulante los últimos siete años y ha ganado con él tres de esos títulos. Pero ahora navega solo. Esta vez es el único González arriba del barco.
También es consciente de otra cosa: la única deuda en la carrera de su padre es no haber hecho nunca un buen papel en los Juegos Olímpicos. Sólo compitió una vez, en 1984, en categoría 470, y no obtuvo un buen resultado. En 2008, sabiendo que era su última oportunidad, lo intentó nuevamente. Con Diego como segundo a bordo buscaron la clasificación a Beijing y la tuvieron en sus manos. Pero las ganas descontroladas del padre por salir primero en todas las regatas lo hicieron arriesgar demasiado y fueron descalificados en una de las últimas carreras, por una salida en falso. Diego tuvo que verlo masticar la decepción de que había pasado para siempre el último tren olímpico.
Por eso la mañana del 15 de mayo, en el Mundial de Barcelona, a punto de quedar afuera de su segundo intento olímpico, Diego sabe que no es momento para locuras.
Salen a navegar sin fijarse demasiado en los puntos ni en la clasificatoria. En la primera regata, la de la mañana, sacan un sorpresivo tercer lugar. En la segunda, navegando como tal vez nunca lo habían hecho antes, llegan quintos. Aún tienen que esperar los resultados oficiales, pero es casi imposible que queden afuera. Entrada la noche les anuncian que el sexto cupo para Londres, por segunda vez desde que existe la categoría, pertenece a Chile.
Al otro día, la página de la International Sailing Federation pone en portada un artículo sobre la hazaña chilena, y poco tiempo después Diego ya está en Chile, contándole a su padre cómo consiguió, en el último respiro, obtener los pasajes a Londres. Entonces no le dice -Diego es un hombre de pocas palabras, sobre todo si el tema se trata de comparaciones con su padre- que todo esto también tiene que ver con él, con lo que había pasado años atrás.
El lunes pasado, a punto de tomar un avión rumbo a Londres, donde acaba de comenzar su entrenamiento para la  cita planetaria, lo reconoce escuetamente. “Yo lo represento a él, porque todo lo que sé lo aprendí de él”, dice Diego. “Si yo voy, es como si fuera él. Es su cuenta pendiente”.

El chico de la proa

El deporte suele partir como un juego. En el caso de Tito fue a los ocho años, en el tranque de su padre, también navegante, en el campo en el que aún vive en Champa, en las afueras de Santiago. Por las tardes tomaban dos pequeños botes e iban a jugar con su hermano en el agua. Muchos años después, su hijo, Diego, se subiría a un bote similar para perseguirlo a él en las regatas de la laguna Aculeo, jugando a que él también estaba compitiendo. “No tengo recuerdos en que mi padre no esté navegando”, dice Diego. “En mi niñez, siempre está haciendo eso”.
Pero entonces aún no sabía quién era su padre en ese mundo. Recién a los 15 años empezó a tomar conciencia, cuando éste le dio un lugar a cargo de la proa en sus primeros campeonatos de Lightning -una categoría en donde los equipos están formados por tres navegantes, y en donde el año pasado padre e hijo lograron, junto a Cristián Herman, la hazaña de coronarse en el Campeonato Mundial y en los Panamericanos-. Fue un aprendizaje continuo, siempre ejecutando las órdenes de su padre, y sacando deducciones en silencio. En los siete años que navegaron juntos, la etapa de mayor éxito deportivo de Tito, éste nunca le dio lecciones de cómo ser un buen navegante. Estar ahí, poder observarlo, de eso se trataba la clase.
“Las personas tienen que aprender por sí mismas”, dice Tito González, quien comenzó a navegar de forma autodidacta, mirando también a su padre. “Yo creo en los profesores silenciosos. Aprender mirando es más lento, pero queda grabado a fuego”.
En esos siete años de aprendizaje, el objetivo de Tito era uno solo: curtir a su hijo para cuando su propio retiro fuera inevitable. Y en ese empeño comenzaron a llegar los campeonatos mundiales y los oros panamericanos, pero siempre estuvo la sombra de los Juegos Olímpicos. El motivo era práctico: una campaña para los JJ.OO. requiere dedicar varios años únicamente al deporte, entre la preparación y la competencia. Tiempo que él, padre de cuatro hijos y empresario agropecuario, no podía dedicar sólo a la vela. Así y todo, para Beijing 2008 decidió intentarlo junto a Diego en categoría 470 con una preparación de medio tiempo. La descalificación fue el revés definitivo a sus sueños olímpicos. Cristián Noé, entrenador actual de Diego y también de ambos en esa campaña, aún lamenta lo sucedido. “Tito es tremendamente pasional, es pura sangre, a diferencia de Diego, que es muy cauto”, explica. “Esa personalidad de ir siempre por el todo le jugó una mala pasada. Le sobraba nivel, pero no pudo con su yo interno”.
A pesar de la decepción, padre e hijo siguieron compitiendo juntos. En el camino, Diego fue dejando de ser un espectador silencioso, para transformarse en un navegante formado. La  gran prueba de su madurez llegaría en octubre del año pasado, en el último minuto de los Panamericanos de Guadalajara.
En esas aguas mexicanas, Tito González se dio cuenta de que su hijo ya no podía seguir en la proa de su barco. Era hora de que tuviera su propio timón.
Diego sabe que la única deuda en la carrera de su padre es no haber hecho nunca un buen papel en los Juegos Olímpicos. Pero evita las comparaciones. “Yo no compito contra Tito González”, asegura. “Compito contra mí mismo”.

La sucesión

La presión, esa vez, era demasiada. El equipo compuesto por Tito, Diego y Cristián Herman había ganado el título mundial en Buzios 2011, y en Chile se daba por descontado que eran una medalla de oro en los Panamericanos de Guadalajara. Ese favoritismo desmedido y el bajísimo viento de las regatas -en concordancia con sus personalidades, Tito se siente a gusto con vientos fuertes. Diego sabe manejar el poco viento- le habían quitado al padre toda lucidez, y, a diferencia de las demás competencias, no conseguía leer bien los vientos y el oleaje.
El equipo, a duras penas, había logrado mantener el segundo lugar en la clasificación, persiguiendo en vano al fuerte equipo norteamericano. En la última regata, cuando ya el oro se les escapaba de las manos, un error de sus rivales les permitió ponerse a la par. En ese momento, al revés de como sucedía siempre, fue Diego el que le gritó a su padre el movimiento de la victoria. “Notó una ráfaga de viento por la derecha que yo no pude ver, y cantó una jugada genial, que definió la competencia”, recuerda Tito. “En el momento en que yo estaba oscuro, él tuvo la luz adentro”.
Ese oro confirmó lo que hace un año Tito venía pensando. Que ese campeonato probablemente iba a ser el broche final de la exitosa carrera junto a su hijo. Cuando éste, poco tiempo después, partió a disputar la clasificación para los Juegos Olímpicos, el sentimiento comenzó a consolidarse. “Quisiera tenerlo más tiempo. Pero los años pasan y él ya tiene que volar solo. Es parte de la vida”, dice Tito, que aún no decide si participará en un último Panamericano junto a su hijo menor, Alberto, quien tomó el lugar de Diego en el equipo, o si la hora de su retiro ya ha llegado. También dice que daría su vida por tener la edad de sus hijos y poder comenzar todo de nuevo.
Diego, a pesar de todo, no está seguro de querer seguir el camino de su padre. Dice que navegará mientras tenga ganas, y que no quiere que le carguen esa mochila. Con la clasificación a los Juegos Olímpicos las comparaciones con su padre han ido aumentando y él trata de evitarlas. “Nunca he querido competir contra él. Siempre traté de no ponerlo como parámetro. Yo no compito contra Tito González, compito contra mí mismo”.
Cristián Noé, su entrenador, es una de las pocas personas que conversan de estos temas con Diego. Él piensa que va a continuar el camino del padre y se va a transformar en su sucesor en la vela nacional, pero cree que esa responsabilidad aún lo asusta. “Tito es una estrella mundial y Diego ha crecido a la sombra del padre, que es un iluminado. Recién ahora se está dando cuenta de que puede brillar a esa altura. Es el momento del cambio de mando”.
Su objetivo para los Juegos Olímpicos es quedar entre los 25 primeros, lo cual consolidaría a Diego y a Benjamín Grez dentro de la elite mundial de la vela. Ése sería el primer paso, lo que venga después dependerá de las ganas de Diego de tomar el lugar de su padre o retomar su vida como economista, carrera que estudió en la Universidad de Chile. Tito González está seguro de que Diego heredó su don, la lucidez para percibir los cambios en los vientos y las mareas, y está orgulloso por su participación en los Juegos Olímpicos. Pero no quiere darle mayor presión.
“Mi espíritu estará arriba de ese barco, pero otras personas no pueden saldar las cuentas de uno. Cada uno tiene sus propias cuentas”, asegura. “Pero he logrado sembrar en él lo que mi padre sembró en mí. Al final, el juego de la vida está en eso, ¿no? En dejar un legado”.

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