por Gonzalo Rojas Diario El Mercurio, Miércoles 02 de Mayo de 2012 http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2012/05/02/trabajo-trabajadores-y-esperad.asp
Entre los trabajólicos y los buenos trabajadores hay notables diferencias, pero son muchas más las que hay entre esas dos categorías y los flojos.
Sin el permiso de Cristián Warnken, pero ciertamente inspirado en su genial neologismo -los esperaderos, referido a los paraderos del Transantiago-, parece que puede proponerse la categoría de "esperador" para el flojo contemporáneo.
El flojo de antaño se caracterizaba por llegar tarde, sacar la vuelta, entregar todo atrasado, echarle la culpa al de al lado, pelar al jefe e irse lo antes posible a la casita. Así era el Chile profundo, y ésa era una de las dimensiones más atávicas del peso de la noche.
El flojo de hoy es esperador. Inicia su andadura en la etapa escolar. Confía en que su padre, madre o apoderado acudirán oportunamente a increpar al profesor que ha osado exigirle rendimiento y disciplina. Y sabe que en el colegio le ofrecerán planes de salvación académica, aunque haya perdido más del 50 por ciento del año escolar.
El esperador continúa su camino en la educación superior. Su primordial interés no está -pamplinas- en la calidad de lo que van a ofrecerle, sino en la mayor rebaja posible de los costos de su educación, a los que califica por definición como elevados, aunque haya sacado 327 puntos en la PSU y apenas sepa sumar. Una vez dentro, el esperador ve cómo otros de su misma condición se esfuerzan en estudiar, mientras trabajan medio tiempo; pero él no, obviamente no. Espera esa voz que lo eleve a la categoría de mártir y esa mano que lo acoja en el Olimpo de los beneficiados con la imprescindible beca. Mientras tanto, el esperador revisa el catálogo de conciertos del mes y ahorra para sus músicos favoritos.
Un día, después de un lento y mediocre avance por asignaturas en las que se conformaba sólo con los mínimos para aprobar, el esperador egresa y sale a buscar trabajo. Exige entonces no ser discriminado; o sea, cree tener derecho a cualquier posición y a cualquier trabajo, porque nadie en este mundo podría encontrarlo inferior en condiciones o en formación al de al lado.
Y lo logra, porque el esperador ha aprendido de sus líderes a exigir que se respeten sus aspiraciones y deseos, a los que llama derechos. Lo contratan; comienza entonces su consolidación definitiva, su auténtica graduación como esperador.
Ya no son ni las ideologías ni los resentimientos su motor principal, aunque a veces sigan presentes. Ahora lo consume la fuerza aspiracional. Y espera que sea retribuida. Si crece la economía nacional, la suya, sin que él aporte ni un gramo más a la productividad, debe mejorar también. Y cuando no sucede, el esperador cree que alguien, por definición, le está robando y que el Estado -eso espera- debe corregir esa situación. Y como a veces sucede que efectivamente lo han engañado, el esperador está convencido de que todos se comportan así. Él, por cierto, está seguro de que a nadie defrauda con su mediocre trabajo.
Así con los esperadores, especie aún minoritaria dentro de tanta gente esforzada, trabajadora, sacrificada, leal y consciente de sus defectos. Esperadores, grupo minoritario, pero en crecimiento.
Al flojo tradicional, previsible y pacífico, era difícil corregirlo, pero al esperador contemporáneo va a ser casi imposible desarraigarlo de sus conquistas, porque año tras año, elección tras elección, habrá políticos y medidas, Estado y partidos, leyes y fiscalizaciones, que busquen ofrecerle nuevas posibilidades de gratuidad y renovadas ilusiones de logros sin esfuerzo. Se sentirá cada año más seguro -empoderado, lo llaman.
Y meterá miedo. Porque, ya se sabe, cada cierto tiempo los esperadores dicen que están indignados.
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