por Francisco Mouat
Diario El Mercurio, Sábado 19 de Mayo de 2012
Diario El Mercurio, Sábado 19 de Mayo de 2012
http://blogs.elmercurio.com/revistasabado/2012/05/19/en-medio-del-bosque.asp
Una amiga que es profesora de botánica me envía el borrador de un relato que acaba de terminar de escribir. Es sobre un nieto que recorre un bosque de alerces siguiendo las indicaciones que su abuelo le enseñó cuando él era un niño. El abuelo amaba a los árboles y cultivó una manera de conocerlos, admirarlos y olfatearlos que el muchacho no olvidaría jamás, menos ahora que el abuelo ha muerto y le dejó como herencia aquel cuaderno donde el anciano clasificaba las distintas hojas de los árboles que iban encontrando a su paso.
Alguna vez le insinué a mi amiga que hiciéramos una jornada dedicada al árbol. Algo así como abrir una sala de teatro una mañana de sábado a personas que quisieran disfrutar y reflexionar con distintas expresiones del árbol en una ciudad donde su presencia es más un decorado que una fuerza vital.
Pensé en una amiga que pinta árboles y que pudiese colgar algunos de sus cuadros esa mañana en el teatro. Pensé en otra amiga, artista textil, que trabajó durante años la imagen de distintos árboles en sus telares; conocer su arte es en sí mismo un privilegio. Pensé en mi amiga profesora de botánica comentando en voz alta la importancia de los árboles en su vida, precisando cuáles son las especies nativas que más le gustan y por qué: ¿el quillay, el peumo, el algarrobo, el pimiento? Pensé en los árboles que dan sombras gruesas y profundas. En aquellos árboles a los que miras hacia arriba y dejan ver nítidamente el cielo entre su follaje. Pensé en las paulonias de mi infancia, y en los paltos de la casa de mis abuelos que daban esos frutos hilachudos y sabrosos que comíamos con marraqueta. Pensé en una selección de poemas donde el árbol fuese protagonista. Como “El aromo”, de Jorge Teillier: “El tiempo lo guardó en su memoria/ para soñar con él en las noches de invierno. El aromo es el primer día de escuela,/ es una boca manchada de cerezas. El aromo es un domingo en la plaza de provincia”. Pensé en mi abuela Adriana que nos mandaba a mear sus árboles frutales, duraznos y damascos, para que la fruta saliera más robusta. ¿Será verdad que nuestro pichí los fertilizaba?
¿Para qué juntarnos en un teatro un sábado de mañana a escuchar, por ejemplo, la música de la lluvia sobre un bosque de alerces? Para nada en especial. O sí: para detenernos un momento en medio de una ciudad que no tiene ningún reparo en destruir árboles para levantar centros comerciales y edificios donde brillan letreros y afiches en los que también podría haber árboles, igual que autos, bancos, ropa, calzado, teléfonos celulares, muebles, licores, tarjetas de crédito, cremas para el cuerpo y nuevos edificios en construcción, en una cadena que pareciera no saciar jamás a sus creativos promotores.
Ryszard Kapuscinski dedica las últimas líneas de uno de sus mejores libros, Ébano, a un mango africano, un inmenso mango de hojas frondosas: “Sus hojas, aunque en ninguna parte se percibe una sola brizna de viento, se mueven y despiden destellos de luz. ¿De dónde ha salido el árbol en este muerto paisaje lunar? ¿Por qué precisamente en este lugar? ¿Por qué uno solo? ¿De dónde saca la savia? A lo mejor, en tiempos, crecían aquí muchos árboles, un bosque entero, pero se los taló y quemó y sólo ha quedado este único mango. Todo el mundo de los alrededores se ha preocupado por salvarle la vida, sabiendo cuán importante era. Es que en torno a cada uno de estos árboles solitarios hay una aldea. Esas personas han salvado el árbol porque sin él no podrían vivir”.
Bajo el mango de Kapuscinski un profesor les hace clases a los niños en las mañanas, se protegen del sol los animales al mediodía, entrada la tarde se reúnen los hombres mayores a hablar y reflexionar, y por la noche las mujeres preparan fuego, los habitantes de la aldea toman té y sus mejores escritores cuentan qué de nuevo les ha sucedido ese día, narrando verdades y fantasías que harán más llevaderas sus vidas en aquel rincón del mundo. .
Alguna vez le insinué a mi amiga que hiciéramos una jornada dedicada al árbol. Algo así como abrir una sala de teatro una mañana de sábado a personas que quisieran disfrutar y reflexionar con distintas expresiones del árbol en una ciudad donde su presencia es más un decorado que una fuerza vital.
Pensé en una amiga que pinta árboles y que pudiese colgar algunos de sus cuadros esa mañana en el teatro. Pensé en otra amiga, artista textil, que trabajó durante años la imagen de distintos árboles en sus telares; conocer su arte es en sí mismo un privilegio. Pensé en mi amiga profesora de botánica comentando en voz alta la importancia de los árboles en su vida, precisando cuáles son las especies nativas que más le gustan y por qué: ¿el quillay, el peumo, el algarrobo, el pimiento? Pensé en los árboles que dan sombras gruesas y profundas. En aquellos árboles a los que miras hacia arriba y dejan ver nítidamente el cielo entre su follaje. Pensé en las paulonias de mi infancia, y en los paltos de la casa de mis abuelos que daban esos frutos hilachudos y sabrosos que comíamos con marraqueta. Pensé en una selección de poemas donde el árbol fuese protagonista. Como “El aromo”, de Jorge Teillier: “El tiempo lo guardó en su memoria/ para soñar con él en las noches de invierno. El aromo es el primer día de escuela,/ es una boca manchada de cerezas. El aromo es un domingo en la plaza de provincia”. Pensé en mi abuela Adriana que nos mandaba a mear sus árboles frutales, duraznos y damascos, para que la fruta saliera más robusta. ¿Será verdad que nuestro pichí los fertilizaba?
¿Para qué juntarnos en un teatro un sábado de mañana a escuchar, por ejemplo, la música de la lluvia sobre un bosque de alerces? Para nada en especial. O sí: para detenernos un momento en medio de una ciudad que no tiene ningún reparo en destruir árboles para levantar centros comerciales y edificios donde brillan letreros y afiches en los que también podría haber árboles, igual que autos, bancos, ropa, calzado, teléfonos celulares, muebles, licores, tarjetas de crédito, cremas para el cuerpo y nuevos edificios en construcción, en una cadena que pareciera no saciar jamás a sus creativos promotores.
Ryszard Kapuscinski dedica las últimas líneas de uno de sus mejores libros, Ébano, a un mango africano, un inmenso mango de hojas frondosas: “Sus hojas, aunque en ninguna parte se percibe una sola brizna de viento, se mueven y despiden destellos de luz. ¿De dónde ha salido el árbol en este muerto paisaje lunar? ¿Por qué precisamente en este lugar? ¿Por qué uno solo? ¿De dónde saca la savia? A lo mejor, en tiempos, crecían aquí muchos árboles, un bosque entero, pero se los taló y quemó y sólo ha quedado este único mango. Todo el mundo de los alrededores se ha preocupado por salvarle la vida, sabiendo cuán importante era. Es que en torno a cada uno de estos árboles solitarios hay una aldea. Esas personas han salvado el árbol porque sin él no podrían vivir”.
Bajo el mango de Kapuscinski un profesor les hace clases a los niños en las mañanas, se protegen del sol los animales al mediodía, entrada la tarde se reúnen los hombres mayores a hablar y reflexionar, y por la noche las mujeres preparan fuego, los habitantes de la aldea toman té y sus mejores escritores cuentan qué de nuevo les ha sucedido ese día, narrando verdades y fantasías que harán más llevaderas sus vidas en aquel rincón del mundo. .
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