«En la frontera de dos mundos,
entre la muerte y el juego» Roland Barthes
Mixtura de lo galante y lo fúnebre,
de lo frívolo y de lo desolado,
que resume una paradoja muy del barroco;
el horror al mundo, el horror por uno mismo,
con un toque jansenista, la de emperifollarse
adecuadamente para que sea digno y soportable.
Paradigma de su tiempo,
o mejor, de la más encumbrada
y violenta nobleza de su tiempo,
pero también, por encima
de consideraciones históricas,
un tipo humano que no se olvida fácilmente
y que no ha dejado de fascinar a quienes
han querido asomarse a su vida.
Una vida tan agitada en la que el escritor
no es más que un simple capítulo
en el que se convierte en literatura
el eco vital de muchos años tormentosos.
Porque La Rochefoucauld
es uno de esos escritores
que sólo se encuentran a sí mismos
cuando creen haberlo perdido todo,
después de fracasar en todas sus esperanzas;
la literatura aparece tardíamente
entre las ruinas de su ambición,
como un fruto que no deja de ser amargo,
pero que es también tónico y sustancial,
y que contiene una madurez
de experiencias humanas
inalcanzables en otras condiciones.
Curiosa literatura
que se disfraza a sí misma como tal,
un gran señor no puede rebajarse
a cultivar las letras si no es
dando muchos rodeos desganados,
fingiendo que aquello casi no le importa,
que es un quehacer ocasional y lúdico.
Y no obstante, escribir
es el desquite supremo
de los grandes fracasos,
que en resumidas cuentas
sólo serán aparentes,
como lo prueba el hecho
de que siglos después
estemos escribiendo sobre él
y preguntándonos cómo era.
Durante años, La Rochefoucauld
es un hombre inquieto y soberbio,
un vistoso fantoche
de la levantisca nobleza
que pondrá en pie,
entre otras muchas conjuras,
la gran amenaza de la Fronda
contra el rey y sus validos;
un gesto heroico y arriesgado,
insolente por nada,
por minúsculas vanidades de poder,
por conservar una situación arcaica
que tenía los días contados.
Todo eso se derrumba; Mazarino,
el astuto extranjero de humilde origen,
sabe maniobrar mucho mejor
que los príncipes, y duques de Francia,
y el brillante escenario
de la aristocracia rebelde
sufre un apagón.
[Hay que volver a leer los magníficos poemas
de Paulo (de) Jolly: Louis XIV;
Príncipes, Duques y Mariscales de Francia...
Louis XIV y la alta tonalidad del alma…]
Y más que nunca, rey del ingenio,
de las palabras finas, afiladas,
que hieren decorosamente,
sin olvidar herir primero
a quien las pronuncia;
conditio sine qua non
de la elegancia irónica;
el primer blanco
ha de ser uno mismo.
Calderilla filosófica
que araña las inteligencias
y la sensibilidad
con fórmulas penetrantes
y lapidarias.
La Rochefoucauld
se descubre a sí mismo
dándonos una postrera imagen,
apaciguada, ya en el otoño de su vida.
«A veces somos tan diferentes
de nosotros mismos como de los demás».
La Rochefoucauld
se nos escurre entre los dedos
con una agilidad burlona
que desconcierta,
se acoraza en el decoro y en el pudor
de los hombres del grand siècle:
nada de confesiones íntimas,
ninguna exhibición de sentimientos.
La vida nos conduce a las 'Máximas',
pero entre esos dos hechos,
el vivir y el escribir,
la propia figura del personaje
juega al escondite y se reserva.
Y no es éste uno de sus menores atractivos.
Su fama la debe no a hechos heroicos
ni a lo ilustre de su casta,
sino que a este librito
que es un repertorio de decepciones
que se expresan de un modo
pulcro e impersonal,
sin salirse del ámbito genérico
de la naturaleza humana,
fiel al precepto gracianesco
de «no hablar de sí mismo».
Y no obstante,
bajo la severa apariencia
del abstracto moralista,
todas las palabras nos remiten
a su camuflada intimidad.
En el conjunto se advierte
que ha echado mano
de un depósito común
de sabiduría sentenciosa y pesimista;
la sustancia de muchas frases
procede de una variedad
de autores antiguos
como Séneca, cuando no,
de Montaigne, Charron o Gracián,
y quién sabe en qué medida
participaron en sus máximas
Madame de La Fayette, de Sablé
y Jacques Esprit.
Pero todo eso no importa,
la voz es característicamente suya,
elegante, fría, irónica,
y eso es lo que cuenta.
Con su ropaje de gran estilo
que las ha hecho perdurables,
las Máximas son un juego terrible
de paradojas mordaces y lapidarias,
con una tendencia casi nihilista.
Sería exagerado tomar las Máximas
como un manual de conducta;
La Rochefoucauld
no aspira a guiar a nadie;
no quiere aconsejar a nadie;
actitudes que implicarían
un optimismo
que está muy lejos de sentir;
no hace más que iluminar
desde su perspectiva
lo que juzga unos valores engañosos,
unas seguridades infundadas;
más que ideas, lo que hay aquí
es un talante personal,
más que pensamiento una postura,
a menudo más que una filosofía,
una manera de decir las cosas:
las ideas relucen porque se acuñan
en frases muy brillantes.
No estamos ante un filósofo,
sino que ante un escritor
que a fuerza de perfilar
las ideas heredadas o comunes
acaba por descubrir la forma verbal
que las hace parecer originales e intensas.
Las Máximas son alfilerazos
que disimulan sutilmente
su malignidad devastadora
por el hecho de estar envueltos
en sonrisas y buenos modales.
Si Pascal fue el misántropo sublime,
según la feliz expresión de Voltaire,
La Rochefoucauld podría ser
el misántropo ingenioso.
La Rochefoucauld
es más imprevisible,
más acicalado, más elegante.
Gracián es más original,
más fuerte y más profundo.
Es la archisabida distinción
entre el gusto y el genio.
…Con la muerte en el alma,
impregnado de desilusión,
quiso ir más allá de su desesperanza
con ese juego agudísimo y terrible
que legó a la posteridad
con el título de Máximas.
Extractos de la Introducción de Carlos Pujol,
en:
François de La Rochefoucauld
MÁXIMAS
Reflexiones o sentencias y máximas morales
Edhasa (Barcelona, 1994)
___________
• Prometemos según nuestras esperanzas
y cumplimos según nuestros temores.
• Si tuviésemos suficiente voluntad
casi siempre tendríamos medios suficientes.
• No hay disfraz que pueda largo tiempo
ocultar el amor donde lo hay,
ni fingirlo donde no lo hay.
• No hay accidente, por desgraciado que sea,
del que los hombres hábiles no obtengan provecho.
• Más vergonzoso
es desconfiar de nuestros amigos
que ser engañados por ellos.
• La verdad no hace tanto bien en el mundo
como el daño que hacen sus apariencias.
• La vejez es un tirano que prohibe,
bajo pena de muerte,
todos los placeres de la juventud.
• La ausencia disminuye
las pequeñas pasiones
y aumenta las grandes,
lo mismo que el viento
apaga las velas
y aviva las hogueras.
• Hay defectos que, bien manejados,
brillan más que la misma virtud.
• Establecemos reglas para los demás
y excepciones para nosotros.
• Es más fácil conocer
al hombre en general
que a un hombre en particular.
• Es la prerrogativa
de los grandes hombres
tener sólo grandes defectos.
• El valor perfecto
consiste en hacer, sin testigos,
lo que seríamos capaces
de hacer delante de todo el mundo.
• El silencio es el partido más seguro
para el que desconfía de sí mismo.
• El medio más fácil para ser engañado
es creerse más listo que los demás.
• El interés, que ciega a unos, deslumbra a otros.
• Cuando nuestro odio es demasiado profundo,
nos coloca por debajo de aquellos a quienes odiamos.
• Conocer las cosas
que lo hacen a uno desgraciado,
ya es una especie de felicidad.
• Confesamos nuestros pequeños defectos
para persuadirnos de que no tenemos otros mayores.
• Cómo pretendes que otro
guarde tu secreto si tú mismo,
al confiárselo, no lo has sabido guardar.
• A los viejos les gusta dar buenos consejos
para consolarse de no poder dar malos ejemplos.
• El acento de la tierra donde se nació
permanece pegado a la mente y al corazón,
lo mismo que la lengua.
• El amor propio es el mayor de los aduladores
• Existe en el corazón humano
una generación perpetua de pasiones,
de tal manera que la ruina de una
coincide casi siempre
con el advenimiento de otra.
• La moderación de las personas felices
se debe a la placidez que la buena fortuna
da a su temperamento.
• Todos tenemos la fortaleza suficiente
para soportar los males ajenos.
• A veces basta con ser grosero
para que no nos engañe un hombre hábil.
• Es más fácil parecer digno
de los cargos que no se tienen
que de los que se ocupan.
• El mundo recompensa
más a menudo
las apariencias de mérito
que el mérito mismo.
• El verdadero hombre de mundo
es aquel que no se jacta de nada.
• Quien vive sin locura
no es tan cuerdo como cree.
• Al envejecer nos hacemos
más locos y más cuerdos.
• En los soldados rasos
el valor es un oficio peligroso
que han abrazado
para ganarse la vida.
• La mayor parte de los hombres
se exponen no poco en la guerra
para salvar su honor;
pero no abundan los que
siempre quieren exponerse
todo lo necesario
para conseguir el triunfo
de la causa por la cual se exponen.
• La hipocresía es un homenaje
que el vicio tributa a la virtud.
• El orgullo no quiere deber nada
y el amor propio no quiere pagar.
• La gratitud es como la buena fe
de los mercaderes, hace posible el trato;
no pagamos porque se justifique
pagar las deudas, sino para encontrar
más fácilmente quien nos preste.
• A la mayoría de los hombres
es menos peligroso hacerles el mal
que hacerles demasiado bien.
• El buen gusto procede más
del juicio que del entendimiento.
• Lo que más debería
humillar a los hombres
que han merecido grandes elogios
es el afán con que aún aspiran
a sobresalir por pequeñeces.
• Para poder ser siempre bueno
es preciso que los demás crean
que nunca pueden ser
impunemente malvados con nosotros.
• La pompa de los entierros
tiene más que ver
con la vanidad de los vivos
que con el honor de los muertos.
• Sólo por vanidad
confesamos nuestros defectos.
• Nunca somos
tan desventurados
como creemos,
ni tan felices
como habíamos
pensado ser.
• Es mucho más fácil
sofocar el primer deseo
que satisfacer
todos los que siguen.
• Tenemos más pereza
en la mente que en el cuerpo.
• Nuestros enemigos
se acercan más a la verdad
al opinar sobre nosotros
de lo que nos acercamos
nosotros mismos.
• El mismo orgullo
que nos hace reprobar
los defectos de los cuales
nos creemos libres,
nos impulsa a desdeñar
las virtudes de que carecemos.
• No hay que juzgar al hombre
por sus grandes cualidades,
sino por el uso que hace de ellas.
• Casi todos los defectos
son más perdonables
que los medios
de que nos servimos
para disimularlos.
• A veces hay personas
a quienes echamos de menos
más de lo que nos aflige su muerte,
mientras que la muerte de otras
nos aflige sin casi echarlas de menos.
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