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Una felicidad idiota



por Vicente Montañés
Diario Las Últimas Noticias
Domingo 27 de mayo de 2012

La cabeza me da vueltas. Abro un ojo. 
Los objetos flotan en el tiempo muerto
de esta áspera mañana sin trabajo.

Los baña una luz invernal,
manchada por los residuos 
de un sueño espeluznante
que tuve anoche.

Imágenes evaporadas
en ese abrir y cerrar de ojos.
¿De qué trataba? Ni idea.
Serían escenas de amor y de odio
con parientes de ambos sexos.

No me atrevo a moverme:
el resto de la sábana 
está más bien frío.

Esta tibieza inmóvil
es una especie de felicidad idiota,
pero aquí estoy, 
dividido por una lucha interior:
necesito un café para escalar
hasta el mediodía familiar,
estridente y encazuelado,
pero la cocina queda muy lejos.

Medito, entonces,
sobre la actualidad de la política:
percibo un rumor de insectos prematuros,
aunque no veo nada significativo.

O sea, con primarias o sin ellas,
cuando llegue el momento
votaré por el diablo en persona,
a como dé lugar.

Miro la ventana.
Al otro lado hay un país
mal hecho de pies a cabeza:
una sociedad histérica y arribista,
cocinándose entre el vampirismo financiero
y los atascamientos de tránsito lento.

Mal gusto por doquier.
Buses que no caben
en su propia chatarra.

Medios de comunicación
cuyos contenidos son
de codiciosa índole.

Tal vez debería callarme
y tratar de aportar
mis granitos de arena
en nombre de los
empoderamientos
de la sociedad civil,
que no sé si es 
lo mismo que la otra.

Eso, a mejorar 
la calidad de vida
del chileno medio.

No se me ocurre cómo.

Los días inútiles son así,
una enfermedad dulzona
que se nos impone, 
una o dos veces a la semana,
como el gran momento
de las decisiones indecisas.

¿Vamos a la ducha o todavía no?
¿Intentamos leer una novela
del mexicano Carlos Fuentes
en posición horizontal?

Como se murió el otro día,
ocurre algo digno de ser evaluado
por los brujos faranduleros:
las tapas de sus libros
emiten una rara fosforescencia.

Es el discreto encanto
de los novelistas muertos.

A mis hijos, adictos
a las mal llamadas redes sociales
-los atrapan como a peces de superficie
en la lagunita del computador-,
el nombre de Carlos Fuentes
les suena un poco.

Supongo que, como ustedes,
debieron leer en el colegio
su famoso relato Aura,
donde una anciana sufría
y gozaba de calenturas
encarnadas en cuerpos más jóvenes.

Algo así, metafísico y carnal.
La idea, creo, era no morir del todo.

A mí, no sé muy bien por qué,
la muerte de Carlos Fuentes
me conmovió bastante.

Será por ese lugar común
de que su desaparición
es un anuncio más
del fin de una época
que, digan lo que digan,
tuvo su gracia
cuando yo era adolescente:
los ya viejos monstruos del boom
de los años sesenta y setenta,
el escritor como intelectual opinante
e infatigable -a veces hasta revolucionario-,
la escritura todavía a mano 
o con teclas de metal y tinta en los dedos.

¿Será tan bueno leer?
Me refiero a las novelas,
que hay quien dice 
que no sirven para nada.

Además, 
intentar hacerlo en la pantalla
(el papel de la literatura se va 
a terminar más temprano que tarde)
es un acto de alto riesgo,
muy dudoso para la salud humana.

Es que ahí la dispersión del intelecto
no tiene vuelta: mucho ¡ping! 
y mil ventanitas ennervantes
como túnenes de feria.

Una obviedad, claro,
pero hoy la vida es así:
ya no hay misterio.

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