Carlos Peña
Diario El Mercurio, Domingo 20 de Mayo de 2012
http://blogs.elmercurio.com/reportajes/2012/05/20/el-caso-boza.asp
Cristián Boza se quejó de la falta de sofisticación de sus estudiantes y la atribuyó a su origen social:
Cristián Boza se quejó de la falta de sofisticación de sus estudiantes y la atribuyó a su origen social:
"Son primera generación en la universidad, son por ejemplo hijos de un camionero, de gente vulnerable. Me equivoqué -concluyó- en plantear un esquema muy sofisticado".
Las palabras de Boza reflejan, junto a un obvio desdén hacia las mayorías, una muy extendida concepción de la cultura y del trabajo universitario. Conforme a esta concepción, la tarea de la Universidad consiste en atesorar y transmitir la alta cultura y la distinción espiritual a las nuevas generaciones. El común de las gentes transitaría por la vida bañada en la tosquedad y la rutina de la sobrevivencia cotidiana, sin alcanzar nunca las cumbres donde se encontrarían la verdad, la belleza y el bien. La tarea de la Universidad consistiría en atrapar el canon de la alta cultura, cuidarla como un tesoro, y transmitirla a las nuevas generaciones.
Para quienes creen eso, es natural quejarse de que los miembros de familias sin historia académica -fue lo que Boza dejó ver- entren a la Universidad. ¿Acaso no sería mejor para ellos ir a un instituto técnico, a una institución que no aspire a esa excelencia espiritual para cuya experiencia no están simplemente dotados?
Ese punto de vista -que las palabras de Boza, casi inconscientemente transpiran- muestra una radical incomprensión de la manera en que la cultura se adquiere y se transmite; de la masificación que ha experimentado la educación superior; y del papel que le cabe a las universidades en ello.
Desde luego, a la universidad no le corresponde atesorar la cultura, como si ella fuera un canon, un puñado de obras, o un adorno que hay que transmitir a un puñado de elegidos, sino que su deber es reflexionar radicalmente acerca de ella. La crítica moderna -desde las vanguardias al decontructivismo- son una muestra elocuente de eso. Del esfuerzo por mostrar que el valor irrefutable de la alta cultura tiene los pies de barro. Sin esa reflexión que las universidades emprendieron, hoy día no se sabría nada, o muy poco, de las relaciones que median entre la clase social y el llamado buen gusto, el género y los oficios, la distinción y el ingreso, etcétera.
El problema de Boza a este respecto no es moral, es, lo que resulta peor, intelectual: su concepción de la cultura es errónea.
De otra parte, sus quejas muestran una obvia incomprensión de las transformaciones de la universidad contemporánea. La universidad en estos años (y no sólo en Chile, sino en todo el mundo) transitó de ser una institución elitaria a una de masas: mientras en los ochenta ingresaban apenas 110.000 jóvenes, hoy lo hacen cerca de 700.000. En medio de un fenómeno como ese, ¿qué tiene de raro o de sorprendente que la mayoría de quienes va a la Universidad carezca de la previa experiencia acerca de ella y tenga entonces dificultades iniciales para adquirir la práctica del quehacer académico? El problema a este respecto no se encuentra tanto en los estudiantes que las universidades reciben, cuanto en la manera que los universitarios conciben su trabajo. La crisis, en suma, no es de los estudiantes, es de la universidad y sus miembros.
Cuando los miembros de la universidad -es el caso de Boza- se ven a sí mismos como cultores de un saber que distingue -que ante todo, por supuesto, los distingue a ellos- tienen severas dificultades para tratar con las nuevas generaciones incorporadas al quehacer universitario.
El papel de las universidades consiste en ejercitar la reflexión y el saber hasta el límite de sus posibilidades. Pero no para refugiarse en él y, con el pretexto de su valor, administrarlo como si fuera un tesoro escaso. Para la mayor parte de las instituciones universitarias (y en Chile hay cerca de sesenta) el desafío consiste en incorporar a los sectores históricamente excluidos a la formación profesional y al hábito reflexivo.
Esa es la única forma de hacer más diversas las élites profesionales y que así, en el futuro, ninguno de sus miembros presuma, como Cristián Boza, ser demasiado sofisticado como para que los demás lo entiendan o sean capaces de apreciarlo.
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