Hopenhayn
por Arturo Fontaine
Diario El Mercurio, Artes y Letras,
Domingo 6 de agosto de 2006
"El pesimista debe inventarse cada día
nuevas razones de existir:
es una víctima del «sentido» de la vida", dice Cioran.
"Si Noé hubiera poseído
el don de adivinar el futuro,
habría sin duda naufragado", dice.
Los famosos aforismos de Cioran
tienen filo irónico y contagian.
Pero hay algo en ellos que suena a falso, creo yo.
El brillo y la mordacidad de sus sentencias puede deslumbrar,
pero tiene un no sé qué engañoso y efectista.
Recién ahora me animo a decirlo. Gracias a Hopenhayn.
En su último libro de ensayos,
"Del vagabundeo y otras demoras",
Martín Hopenhayn dedica uno de ellos
a refutar el pesimismo de Cioran.
Se tocan otros temas como,
por ejemplo, "el fundamentalismo sanitario"
de la sociedad próspera y liberal de San Francisco,
el 11 de septiembre de Chile y el de Nueva York,
estereotipos femeninos, "nostalgia del endecasílabo",
o una comparación entre Aracataca y Chañaral.
En "No porque lo diga Cioran",
Hopenhayn le concede que "da en el blanco
cuando ajusta la vida humana al saldo final de la derrota:
esa finitud que no tiene cómo redimirse,
ese augurio de fracaso tras la sonrisa precaria de la alegría".
Sin embargo, le objeta,
"nadie fuerza a sabotear este instante
ante la vara inflexible de la nada".
Hopenhayn apuesta
a lo que está aquí mismo
aunque termine en nada.
El futuro, afirma,
no tiene "derecho
a robarse este presente".
Pero, claro, lo difícil es
que ese presente fugaz
es un punto en movimiento
siempre volcado hacia el futuro,
es siempre proyección.
Y no sólo hacia delante
sino que también hacia atrás.
Hopenhayn lo sabe.
Por eso puede escribir en otra parte:
"Una hamaca fue a posarse sobre un niño
mientras una gorra aterrizaba en su cabeza.
Una casa se plantó en el jardín
y la tierra se enterró bajo los árboles.
Madera que regresa del papel y se vuelve a arbolizar.
Calendario boca arriba que revierte la edad.
Qué más quisiera que retornar a esa infancia. Qué más quisiera".
En otro lugar se reconoce como eslabón
en la cadena de generaciones
y dice de la suya, hablando en tercera persona:
"Probablemente fueron los últimos en acatar la autoridad paterna
y los primeros en sucumbir a las emergentes demandas filiales".
El momento actual
obviamente no es posible
sin memoria del ayer y sin mañana.
Martín Hopenhayn escribe con un estoicismo
que recuerda a Francisco de Quevedo:
"Cuando mi carne caiga en su desgano final
y el esqueleto que llevo dentro puje por salir, espero estar listo".
Y "generoso desconsuelo el de sobrevivir,
sabiendo que al prolongarnos nos extinguimos".
No obstante, agrega,
"no por eso nada vale nada o todo da lo mismo".
La aceptación de la finitud
no implica "la falta de moral" ni relativismo.
Dice: "no confundamos
la suavidad de espíritu
con la inconsistencia".
La ausencia de un gran sentido totalizador
no impide la existencia
de una pluralidad de actividades y proyectos
con su sentido particular.
"Gratitud por lo más diminuto",
pide entonces Hopenhayn,
"indignación que no cede
ante lo que agrede o engaña,
tristeza por la recurrencia de la pérdida,
esperanza absurda, pero esperanza".
Quizás estas líneas recojan la posición
desde donde se plantea Martín Hopenhayn
y transmitan algo de la vitalidad
y el tono confesional
de estos ensayos ligeros y variados,
inteligentes y espontáneos.
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