Cuando uno recorre cerros enclavados en la capital,
la primera sensación que uno tiene es que está en otra parte.
Esto sucede, por cierto en el cerro Santa Lucía,
un lugar absolutamente diferente de su entorno.
Pero ocurre en otros de los pocos cerros
que han quedado inmersos en la ciudad.
Al principio pareciera que uno está
en la Viña del Mar que conocí hace más de medio siglo.
Algo que recuerda al cerro Castillo
de aquellos años, o el entorno de Agua Santa,
y los cerros de Recreo.
Sus perspectivas, las casas escalándose.
La vegetación encaramándose como puede.
La sinuosidad de la calle
que invita a descubrimientos a cada paso.
Claro, eso sucede también en Valparaíso.
Pero el Puerto tiene un carácter y peculiaridades
que en general no son comparables
con ningún otro lugar de Chile…
y tal vez del mundo.
Es lo que me ocurrió al recorrer
después de tres décadas
las calles del cerro San Luis
en el barrio El Golf.
Descender, después, por una vereda en curva
y encontrarse bajo una luminosa bungavilia anaranjada
es una experiencia alucinante que alegra y emociona.
Luego cuando uno llega
hasta el plano, la avenida Presidente Riesco,
lo recibe esa magia de sutileza:
el azul violáceo del Jacarandá
disperso como una emulsión de colorido
que permanece suspendido
sin tocar ni las ramas ni el suelo.
La frase de Goethe:
el color es el sufrimiento de la luz,
aquí se transforma en la gloria de la luz.
Uno continúa por la calle Las Torcazas
y el llamado cerro Navidad,
en donde han desaparecido todas
las casas de otrora, pero al recorrer
su tramo curvo, la exuberancia
del verde cubre la vereda
en todo su ancho y el calor
del verano que se anuncia
hacen que casi nos sintamos
en una ciudad latinoamericana
más cerca del trópico,
o al menos del norte de Argentina,
Paraguay, o por ahí
que en la capital de Chile.
Los Ceibos también se encargan
de salpicar de rojo anaranjado las veredas
y, en un día sábado, al menos,
Santiago no es la ciudad de los atoramientos,
del apuro y de la fealdad.
Muestra su faceta tranquila,
amable, bella y acogedora…
al menos por un rato.
Un regalo para el caminante.
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