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Viajar para perderse... por Leila Guerriero


Diario El Mercurio, Sábado 17 de Noviembre de 2012


Leila-Guerreiro.jpgNací en la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires, Argentina y, hasta los 21 años, quise ser escritora de ficción. Escribí cuentos -a veces poemas- a lo largo de toda mi infancia y de la mayor parte de mi adolescencia, en cuadernos y hojas sueltas, a mano y en mi cuarto o en un cuarto que mi padre llamaba "el escritorio" y que él nunca usaba.
Dejé de jugar -a los indios y cowboys, a las escondidas- cuando cumplí 12, pero la revelación torturante de que algún día tendría que dejar de hacerlo me asaltó mucho antes. Desde entonces no he vuelto a jugar a nada, ni siquiera a los naipes, al pool, a la ruleta.
Aprendí a leer a los seis años, pero desde mucho antes mi padre me leía a Horacio Quiroga, a Bradbury y a Poe, especialmente aquel poema donde el cuervo presagia "Nunca más". Esas lecturas me despertaron un gusto que conservo por las tierras calientes, las selvas y los animales peligrosos; un gusto que no conservo por las prosa barrocas y el género de la ciencia ficción; y una conciencia exacerbada del paso del tiempo y de la imposibilidad de volver atrás. No sólo por causa de eso, pero seguramente también por causa de eso, leer a Becquer y a Rimbaud siendo muy niña hizo que, durante la adolescencia, desarrollara cierta fe romántica en torno a la idea del dolor y de la pérdida, fe que abandoné más temprano que tarde por falta de vocación.
Aprendí a conducir a los doce años, y a manejar armas desde mucho antes: desde que mis padres nos llevaban, a mi hermano y a mí, a cazar liebres, patos y perdices mientras nos educaban en la convicción, que yo conservo, de que nada me impide matar aquello que voy a comer.
Conocí el mar a los trece años, y esa densidad oscura y furiosa que se enervaba contra la costa argentina no se parecía en nada al agua inmensa y azul que yo esperaba encontrar. Desde entonces me he preservado de las expectativas cargadas de ilusión en torno a cosas o personas que no conozco, o en relación a hechos que están fuera de mi control.
Aprendí con el Corto Maltés, el personaje de Hugo Pratt, la elegancia del desprendimiento; la certeza de que existe el coraje absoluto; la religión de los viajes.
Me fui de casa de mis padres y del pueblo en que nací a los 17 años, embebida en la más burguesa de las metas: hacer una carrera universitaria en la ciudad de Buenos Aires. Estudié una profesión que jamás ejercí. Compré mi primera máquina de escribir, pequeña y portátil, a los veinte años, y todavía me pregunto cómo pude hacer alguna cosa con ese artefacto precario. Esas preguntas retrospectivas me persiguen, también, relacionadas a otros hechos: al de haber cargado una mochila de veinte kilos durante horas en una caminata a través de la selva; al de haber gastado, en un mes de vacaciones, apenas cuatrocientos dólares; al de haber pasado siete días sin dormir. Las respuestas no siempre son las mismas, pero todas me confirman que uno siempre es otro, el mismo.
No supe que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, ya no quise ser otra cosa. Profeso una fe que dice que el periodismo bien hecho es una forma del arte y que, aunque es probable que me muera sin volver a poner un pie en la ficción, nadie podrá convencerme de que habré perdido mi tiempo. Aunque no me gusta el acto de escribir -encerrarme durante días a luchar contra un texto moliéndome los ojos y la espalda, sin mirar mails ni atender el teléfono- a veces me gusta el resultado. Me ejercito con idéntica severidad en la disciplina del cuerpo, con un placer antiguo y salvaje al que no encuentro explicación. El oficio que practico me enseñó a escuchar mucho y a hablar poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema favorito.
De todas las cosas que hice, que hago, que haré, viajar es la más irrenunciable. Sé que no es cierto -a los 25 años había tomado, apenas, cuatro aviones- pero a veces creo que lo hago desde siempre. Tenía 16 años cuando un hombre que me triplicaba en edad me preguntó, con una rabia que sólo pude entender años más tarde, cuál era el sentido de esos viajes: "¿Para qué viajás?", me preguntó: "¿Para mirar paisajes?". Nadie me ha hecho, desde entonces, una pregunta más perturbadora, y a nada, como a esa pregunta, he intentado encontrarle empeñosamente una respuesta.
Sé que no viajo para ver paisajes, para visitar museos, para admirarme ante pirámides de miles de años. Viajo para leer, para perderme. Para ejercitarme en la improvisación y el ascetismo. Viajo para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte, para habituarme a perder y a despedir: lugares, cosas, gente. Viajo para recordar que no es bueno sentirse seguro ni aún seguro, a salvo ni aún a salvo. Viajo para moverme, que es la única forma de vida que respeto".
Cada vez que trato de escribir sobre la vida de los otros -y descubrir allí los dulces nudos de la emoción, el viento de la furia, los páramos de la pena- intento recordar ese texto, ese mapa de lo que soy que escribí hace un tiempo. Recordar la terrible dificultad, la inevitable incompletud que se produce al decidir cuáles son las cosas -los detalles, los hechos, los recuerdos- que cuentan una vida. Es un buen ejercicio de modestia. Un gran antídoto contra la arbitrariedad.
http://blogs.elmercurio.com/revistasabado/2012/11/17/la-vida-de-los-otros.asp

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