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El día de los tuertos por Fernando Villegas



Publicado en La Tercera, 03 de noviembre del 2012

Pasó ya, en las efemérides del calendario convencional, el Día de los Muertos; pasó ya también, hace exactamente una semana, lo que en el calendario político podríamos llamar, aunque sea válido sólo para una vez, el día de los tuertos, la jornada en que una coalición, con la mirada que da el único ojo que les queda -ese puesto en La Moneda, pues el otro, el de las “visiones de futuro”, hace tiempo ya que cayó de su cuenca y ni siquiera Francisco Vidal lo ha podido encontrar-, supo de todos modos hacer bien lo que siempre ha hecho mejor que nadie, a saber: disciplinarse y organizarse para ganar elecciones. Bien dice el refrán que en el país de los ciegos, el tuerto es rey y, en este caso, la ceguera imperante en el gobierno y su coalición ha sido digna de esas tragedias griegas donde, de tumbo en tumbo y de arrogancia en soberbia, los protagonistas se encaminan inexorablemente al desastre. Tuerta y algo descerebrada estará quizás la Concertación, pero aún le queda vista y le quedan los reflejos que dan frutos en los ejercicios electorales, la automatizada costumbre de los trabajos puerta a puerta, la preparación de escenarios, la fértil creación de consignas vacías pero sonoras, el plasmar exitosamente las ideas y emociones del respetable público, atraer a los progres de todos los sabores, embrear y emplumar a los malos de turno, y con todo eso salir adelante.

La coalición gobiernista, en cambio, mostró lo que siempre también ha sabido hacer muy bien; esto es, no saber qué hacer en estas gestas cívicas, fagocitarse a sí misma, dividirse. Visto retrospectivamente, ahora uno se convence de que sólo un extremo colapso de las capacidades institucionales de la Concertación permitió el triunfo de Piñera.

Reacción

La derrota del domingo, sin embargo, podría provocar una reacción en las filas de la derecha. Salvo que el aire de fronda que la caracteriza alcance grados propios de la patología suicida, de ese deseo de muerte que, según señalaba el historiador Crane Brinton, es propio de las elites que ya no creen en sí mismas -¿habrá algo de eso en los muchos ciudadanos de ese sector que prefirieron restarse de las urnas?-, se podría esperar que la derecha permute sus farsescas discusiones de balcón en algo más sustantivo. Es de suponerse que se decidirán por mecanismos creíbles y eficaces para encontrar al mejor abanderado entre Golborne y Allamand; es un ejercicio que, al menos en esta pasada, le rindió grandes dividendos a la Concertación. En segundo lugar, preparando equipos para las parlamentarias. Esto último es esencial para la derecha, casi condición de su supervivencia. Si una derrota municipal les ha sido seria y una posible derrota presidencial les sería grave, una derrota en el Parlamento dejándolos por debajo del mágico 33% -que les permite palanquear con el gran auspicio del sistema binominal- sería la debacle total, el apocalipsis, el día de hacer maletas, ingresar a un monasterio, retirarse a la vida privada o escribir las memorias. La derecha ha sufrido ya tres veces ese destino, y la consiguiente diáspora de algunas damas y caballeros temerosos de ser colgados de un árbol o, aun peor, de perder sus fondos, fundos y feudos. Sucedió en 1920, pasó en 1938 y de nuevo en 1970.

Gestión

Quizás entonces haya en la derecha un forzado movimiento del péndulo hacia un polo donde imperen orden, jerarquía, obediencia y disciplina. Quizás sus prohombres descubran lo que sabe hasta el ciudadano más despistado, esto es, que la gestión por sí misma nunca ha sido garantía de éxito. La llamada “buena gestión” depende de quien la califique, y aun si en verdad es buena, deja de interesar e importar una vez que se ha instalado como cosa de rutina. ¿Alguien llama a la compañía de agua potable, cada día, para felicitarla porque sale agua del grifo? Y al contrario, el éxito, el cariño y el rating pueden asociarse a una gestión menos que mediocre si su autor es querido, atractivo, popular. En todo orden de cosas, la calidad de la obra importa menos que la aureola, el marketing, la simpatía, la fama de amoroso o la facha de importancia. Más aun en la política.

Delfines y relatos

Piñera tiene dos sucesores creíbles o al menos concursables, Golborne y Allamand. Ambos tienen méritos, pero enfrentan un serio problema comunicacional: las derechas sólo tienen un mandamiento en sus tablas de la ley, cual es respetar, conservar y adorar por sobre todas las cosas el orden imperante, la propiedad privada y todos sus anexos. Y de un devocionario como ese, tan pie plano, difícil es que emerja un “relato”. No se puede “reencantar” a nadie hablando con el libro de contabilidad en la mano. No hay “épica” posible con gente que pertenece a una subcultura donde los niños de cinco años no anhelan ser grandes poetas o científicos, sino operadores de una mesa de dinero.

¿Qué ofrecen, hasta ahora, Allamand y Golborne en subsidio de esa carencia? Golborne, su simpatía y llaneza, su inalterable sonrisa; mientras que Allamand, al contrario, proyecta una inalterable seriedad de “hombre de Estado”. En los dos casos se trata, casi, de meras posturas vestimentarias, algo no muy distinto a la clase de traje y zapatos que usa uno u otro. Eso no alcanza para llegar al nivel discursivo que pone los pelitos de punta a una población que ya calza zapatos desde al menos dos generaciones y espera, entonces, algo más que una ramplona lista de promesas. ¿Será el finalmente ungido de proyectar algo de lírica?

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