Mensajes
por Gustavo Santander
Columna 'Hombre soltero busca'
Diario El Mercurio, Revista Ya
Martes 6 de Noviembre de 2012
Días atrás,
cuando aterricé en Estocolmo
y prendí mi celular, no encontré
ningún mensaje de Antonia.
Hice el trayecto en bus
que separa el aeropuerto de Arlanda
de Gamla Stan -el barrio
donde se ubicaba el barco-hotel
que había reservado en la capital sueca-
con una sensación rara:
como una mezcla
entre desazón y tranquilidad.
Ese día lo pasé
recorriendo las calles
del casco antiguo de esa ciudad
y me fui a la cama sin pensar
demasiado en el asunto.
Sin embargo,
a la mañana siguiente
llegaría
un mail larguísimo de ella,
un mail agradable
que me recordaba
varias cosas divertidas
que hicimos en estos años
y que pedía no perder.
En resumen,
era un sí
("yo también creo
que lo debemos intentar
sin forzarnos, asumiendo
que si las cosas fallan
nos podemos seguir viendo
a la cara sin resentimientos" decía),
un sí tranquilo, sin aspavientos,
ni gravedades, sin chantajes emocionales
ni solicitudes de cambio de vida
("sé que vives de una determinada forma
que a mí me encanta y quisiera compartir,
pero no estoy segura de poder sentir
el mismo desarraigo que tú sientes por todo.
No estoy segura de poder dejarte
con la misma facilidad con que tú dejas,
pero estoy dispuesta a no pensar en ello
e intentar vivir algo nuevo contigo").
En definitive,
el mail concentrate
a Antonia en su esencia,
sin máscaras,
sin muros de contención
que sólo distancian,
era ella al ciento por ciento,
esa mujer con la que había pasado
años de mi vida sabiendo
que me gustaba más
que cualquier otra,
pero con quien me alejaba
el exceso de cercanía.
"Te echaré mucho de menos
durante este casi mes que te vas
(¿qué diablos haces tan lejos de mí?),
cuéntame cosas desde allá,
me gusta leerte, escucharte,
mirar a través de tus ojos".
Y yo pienso
que haber comenzado
esto a la distancia puede ser
muy bueno para ambos,
porque sin querer
nos estamos extrañando de entrada,
esperando el momento de volver a vernos.
Durante estos días,
le he ido mandando postales
desde los lugares donde he estado,
escritas en cafés o bares,
con tinta azul y mala caligrafía
(tengo una letra horrible),
dejadas diligentemente
en los correos de los distintos
pueblos y ciudades
a los que me ha llevado este viaje.
Seguro que la mayoría le llegarán
cuando yo ya esté de vuelta en Santiago;
quizás una mañana, desayunando,
llegue un pequeño cuadrado
de cartulina impresa
contándole cosas que ya le he contado,
o probablemente traiga detalles que ya olvidé.
Aunque ahora todo puede ser inmediato,
a mí me sigue gustando escribir cartas,
ir al correo, toparme con gente
de otra época para quienes el mail es sólo
una herramienta lejana y no un modo de vida.
Alguna vez, cuando el correo electrónico
no era tan común como lo es hoy,
José Saramago defendía
la delicada épica de mandar
cartas manuscritas diciendo:
«Ninguna lágrima podrá correr
nunca la tinta de un e-mail».
Escribo esto a pocas horas de dejar
este paisaje de la costa sur francesa.
Hace un rato he ido a comprar
por última vez el pan a la esquina,
donde una mujer encantadora
me ha saludado estos cinco días
como si me conociera de toda la vida.
El olor a café inunda el minúsculo espacio
anunciando que ya está listo.
En un rato más tendré que manejar
algo más de dos horas hasta Marsella,
donde tomaré el avión a París:
mi última parada antes de volver a casa.
Y es divertido
como ahora la palabra "casa"
tiene la cara de Antonia,
su olor, su sonrisa, su silueta.
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