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Meridiana‏




Cuando en un cálido 
y soleado día invernal
como el de hoy 
se recorre
pasado el mediodía
el sinuoso y pedregoso camino
que conduce al monasterio benedictino,
siguiendo el perfil de la cota 
del cerro San Benito de los Piques
uno se encuentra flanqueado 
al costado derecho 
por ese muro de piedra
que hace medio siglo
levantó a pulso don Venancio
siguiendo las indicaciones
y esbozos del Hermano Martín
y, en la otra vera, 
se suceden 
una hilera de olmos 
que actúan de intermediarios 
ante la sostenida luz e imponente paisaje,
el que va preparando el espíritu
para el encuentro con la pureza
de líneas de la alba iglesia abacial.

Tras el muro, se ubica un tunal en hilera.
Esta no es la época en que nos regala
su delicioso y espinoso fruto,
pero las paletas parecieran
saludarnos mientras recorrimos el camino.

Al llegar a la explanada 
emplazada frente al conjunto
de edificios monásticos
no nos recibe el silencio habitual, 
propio del carácter y rigor conventual.

La explicación está 
en la floración del Aloe Vera
que con sus tonos rojo anaranjados
y su néctar, congregan al menos
a una docena de picaflores
cuyos agudos voceos,
vertiginosas persecuciones
dan todavía mayor encanto
a esta explosión de vida.

Con sus elegantes hábitos tornasolados
se desplazan de aquí para allá,
pareciendo unos diminutos monjes
preocupados de mantener permanentemente
encendidas la multitud de candelabros,
para los cuales dos docenas 
de activísimos acólitos no darían abasto.

En ocasiones se posan en el ápice de la flor, 
en otras buscan la sombra o el refugio
en una rama cercana de olmo.

La tenca, la loica y otras aves, 
alternadamente acompañan
al activo coro de colibríes,
hasta que un picaflor macho,
suspendido en el aire por unos instantes,
muestra su frente como una brasa encendida
y vuelve a la tarea de los candelabros...

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