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Las extrañas formas que a veces tiene la muerte para unir algunas vidas por Gustavo Santander



Diario El Mercurio, Martes 10 de Julio de 2012


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Como si se tratase de una broma cruel, mi vida cobró una intensidad inusitada el día que descubrí que mi vecino había sido asesinado. Corría el último año del milenio anterior, y yo vivía en un departamento diminuto en la esquina de Miraflores con Huérfanos, albergando la secreta -y vana- esperanza de escribir una novela que había comenzado infructuosamente varias veces. El muerto no era mi amigo, aunque por la cercanía -vivía exactamente en el departamento de al lado- lo veía frecuentemente en el ascensor o comprando mercadería en el Big John que había abajo del edificio. Era un tipo moreno de abdomen abultado y su cara guardaba los rastros de un acné pernicioso. Cada fin de semana -que en su caso partían los jueves- llegaba gente extraña a su departamento y el ambiente se tornaba sórdido y bullicioso. Nunca supe con certeza qué pasaba en esas cuatro paredes cuando los decibeles de la música subían y los gritos lubricados por el alcohol aumentaban de frecuencia e intensidad, lo cierto es que parecía haber un equilibrio muy precario entre lo divertido y lo decadente. Más por motivos económicos que por incomodidad, decidí cambiarme a otro departamento, donde compartiría gastos con un amigo, estirando un poco más el miserable salario que percibía como practicante de una editorial. La noche en que él murió, yo empaqué las pocas cosas que tenía, esperando trasladarlas a la mañana siguiente, patrocinado por un amigo que vendría en auto a ayudarme. Al otro día, ninguno de los dos estaríamos ya en ese lugar.
Sin embargo, de su muerte yo me enteraría recién quince días después, cuando volví al departamento a hacerme cargo de la cuenta de teléfono que no había alcanzado a pagar cuando me fui. Fue ahí cuando el portero me contó cada uno de los sucesos acontecidos, los mismos que fueron cayendo como bloques de Lego en mi cabeza:
"No me va a creer, pero al caballero lo descubrimos varios días después. La hediondez era insoportable. Tuvieron que venir los bomberos y sacarlo por la ventana. Según dicen, estaba metido en algo turbio y todo fue un ajuste de cuentas". Incrédulo al relato de este hombre de cotona azul que empuñaba una escoba como si se tratara de parte de la Guardia Suiza, seguí escuchando. "Los de Investigaciones preguntaron por usted. Se les hacía raro que se haya cambiado justo ese día. Yo les dije que usted era un joven decente pero ya sabe como son de desconfiados esos gallos". Sin saber muy bien qué hacer en estos casos, llamé a una amiga lejana que acababa de terminar Derecho. Con la frialdad de cabeza típica de un abogado, me dijo que no había gran cosa que hacer: yo no lo había matado -aunque mi psicosis de escritor frustrado clamaba por involucrarme de alguna forma en el homicidio- y sólo debía ir a Investigaciones por si me requerían para algo. Así lo hice y salí del embrollo en menos de una hora, pero nosotros nos hicimos inseparables. Primero íbamos juntos a algunas fiestas de ex compañeros de universidad y luego, ya sin necesidad de buscar pretextos para vernos, nos buscábamos para ir al cine o a pasear por ahí. Sin darnos cuenta ya estábamos pololeando y pocos meses después yo volvía a sacar mis cosas de aquel lugar donde me cambié para juntar mi ropa con la suya en un pequeño departamento en Providencia que habíamos arrendado juntos. Durante poco más de dos años creímos que la fatalidad había engendrado una felicidad duradera. Pero luego lo de siempre: la rutina, la falta de ganas, la adrenalina guardada en el cajón de los calcetines. La ruptura fue como una muerte natural: sin peleas, sin reproches, sin palabras hirientes.
Hoy, una docena de años después, seguimos viéndonos -ella casada con un tipo simpatiquísimo y madre de una niña de cinco años- y sorprendiéndonos de las extrañas formas que a veces tiene la muerte para unir algunas vidas.

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