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Humor color de hormiga, con el absurdo como herramienta para responder a preguntas de alcance universal


Columna Tinta China

por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 17 de julio de 2012

Pocas veces se puede calificar 
a alguien de "escritor secreto"
con tanta literalidad como a José Edwards.

Nunca publicó un libro en vida,
dicen que por timidez, y hasta ahora
sólo se conocía de él Post data,
una antología de diez cuentos
aparecida en 1974,  
cuatro años después de su muerte.

Significativamente, esa antología
fue impulsada por el poeta Eduardo Anguita
y publicada por una editorial sin nombre.

Un escritor silencioso
rescatado por otro escritor silencioso
bajo el sello de nadie:
un buen caso para detectives salvajes
y cazadores libreros de primera división.

Sé que desde 
hace por lo menos veinte años
los relatos de Edwards 
habían andado de editorial en editorial,
dando botes entre burócratas irresolutos,
a ver si alguno atinaba a reeditar Post data
o a zambullirse en el baúl de los inéditos,
pero nadie se atrevió a avanzar 
más allá de las buenas intenciones.

Tuvo que ser una 
pequeña editorial independiente,
La Pollera Ediciones, 
la que emprendiera ahora
la publicación de las obras completas
más desconocidas de la literatura chilena.

Son tres volúmenes,
el primero de los cuales,
que incluye todas sus narraciones breves,
salió a librerías la semana pasada
bajo un título difícil de mejorar:
La imposible ruptura del señor Espejo y otros cuentos.
Gabriela Mistral tenía razón cuando decía
que el problema de nuestros narradores
era que tenían la imaginación albina.

Quizás exageraba al generalizar,
pero en lo esencial tenía razón
y, en cierto sentido, se quedaba corta,
ya que ese albinismo de la imaginación
a menudo fue considerado no una peste,
sino una señal de prestigio y seriedad:
ese complejo del escritor orgulloso
de su ceño fruncido y de su prosa de brea,
preocupado siempre del orden de las familias,
de los grandes modelos sociales
y, sobre todo, de cómo escribir 
una nueva gran novela latinoamericana.

En ese sentido 
José Edwards fue un excéntrico,
que construyó en sus relatos
una galería de personajes
que, como los de Juan Emar,
lograron escaparse de ese 
pegajoso ámbito realista
de la narrativa chilena.

Son seres imposibles
que viven sus vidas 
fuera de toda órbita
y que no temen trasponer
con sus obsesiones
el umbral de la locura;
su aspecto es, sin embargo,
tan chilenamente familiar
que parecen salidos
de una farmacia de Limache
o de un oscuro living
del barrio Matadero,
pero a la vez están hechos
de un humor color de hormiga,
con el absurdo como herramienta
para responder preguntas
de alcance universal.

Es interesante ver
cómo ese humor
de trazas beckettianas,
tal vez incluso un poco dadaísta,
en realidad es una leve distorsión
de nuestro propio humor,
tan desdeñado por nuestra literatura
en beneficio de una picaresca sin relieves.

Es el humor de Raúl Ruiz,
pero también el de Alfonso Alcalde:
la risa como vuelta de tuerca
a la realidad precaria.

José Edwards toma a los solitarios,
por ejemplo, y los deja desnudos y ridículos,
en una operación humorística
que, lejos de la chunga, muestra
severas dimensiones de la soledad:
todos sus detalles, sus sinsentidos,
sus más vastas implicancias.

Reír hasta sentir escalofríos: de eso se trata.

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