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Camino costero


por Mathias Klotz
Diario El Mercurio, Sábado 07 de Julio de 2012
http://blogs.elmercurio.com/viviendaydecoracion/2012/07/07/camino-costero.asp
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Cuando viajamos muchas veces no consideramos que además del interés que puede tener el destino al que nos dirigimos, existe la posibilidad de que el espacio del viaje mismo sea en sí un destino. Esto que parece una obviedad no lo es tanto, y lo podemos constatar fácilmente en un bus, un tren o un avión, donde los únicos que miran curiosos pegados a una ventana son los niños. (Al menos los que no tienen un ipod en la mano).
A fines de febrero de 2010 hice un viaje por la costa de Chile entre el río Toltén y el Maipo. Era el final de las vacaciones y en lugar de regresar a Santiago por la ruta 5, en un aburrido trayecto de ocho horas por una autopista monótona y congestionada, decidí tomarme el tiempo y empeñarme en recorrer esta parte del país, que por su accidentada geografía, hasta el día de hoy no tiene un camino costero continuo.
Es así como conocí primero el lago Budi. Me sorprendieron sus islas, sus rucas y una playa de arena gris, interminable y ventosa, que lo separa del mar. Es un lugar solitario y húmedo, donde las vacas llegan pastando hasta la orilla. Se respira espacio sin límites y se siente la fuerza del mar. Luego vino Puerto Saavedra, con la imponente desembocadura del río Imperial y la zona de humedales que lo acompaña.
Más al norte, siguiendo por la costa, el Lanalhue, otro lago costero, con una orilla muy poco poblada, un entorno montañoso y un hermoso pueblo al fondo, Contulmo. Éste, construido por los primeros colonos alemanes que llegaron al país, conserva aún gran parte de sus casas originales de madera con techos de teja. Muchas de éstas tienen jardines en sus veredas, donde crecen plantas altas, de todo tipo. Hay incluso huertas y algún curso de agua que atraviesa entre las casas, como una suerte de paseo público. Sus habitantes se ven orgullosos y conscientes de lo que tienen y han acomodado el pueblo con una serie de servicios y comercio que acoge a turistas en busca de un lugar tranquilo y único.
Luego recorrí Lebu, Quidico y entré a Caleta Yani, una playa de arena blanca con unas pocas casas de pescadores y un grupo de islas rocosas al frente. No había nadie.
En Concepción viví una especie de shock urbano de congestión y mala educación automovilística, así es que crucé lo más rápido posible en dirección al norte. Pasé por Dichato, Tomé y otros sitios costeros bastante colapsados. Me desvié un poco hacia el interior, pasé por Coelemu, atravesé el río Itata. Conocí Cobquecura, Chanco y Constitución. Había estado allí de niño, y recordaba sus rocas negras, su costa impresionante, la desembocadura del río y la contaminación de la planta de celulosa. Todo estaba igual.
Seguí por la costa hacia Iloca, Llico, Cáhuil, donde visité las salinas. Un paisaje marciano que sólo había visto antes en fotos y del que, en forma artesanal, se extrae sal del río en unas enormes piscinas de tierra.
La última noche alojé en Pichilemu, en un hotel sencillo, de muy buena arquitectura, metido en medio de un bosque de pinos, desgraciadamente los mismos que me acompañaron a lo largo de setecientos kilómetros de costa. Una barbaridad provocada por nuestra nada sustentable industria maderera que no sólo contamina con sus plantas de celulosa sino que acabó con el bosque nativo de nuestra costa y de parte significativa del valle central.
Partí al día siguiente, por la tarde, y completé una semana de viaje. Esa noche, pocas horas después de llegar a Santiago ocurrió el terremoto y parte importante de esa costa que acababa de conocer fue destruida por el tsunami. Desde entonces he vuelto a hacer el recorrido un par de veces. Cada vez he conocido rincones nuevos, y cada vez el destino ha sido no tener destino, o al menos no apurarse por alcanzarlo.

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