por Diego Zúñiga
Revista Qué Pasa, 31/05/2012
-No, no. Eso está prohibido en el taller-dice Alicia Vega, sentada en el comedor de su casa en Ñuñoa. Afuera llueve con fuerza. Hace unas horas, estuvo conversando con Cristián Warnken -en una charla abierta en el Espacio Matta- acerca del proyecto que encabeza hace 27 años: el taller de cine para niños, que ha realizado en distintas poblaciones de Santiago, como también en regiones. Habló con Warnken de esos años y de la experiencia de haber sido filmada, junto al taller que realizó en Lo Hermida en 1987, por Ignacio Agüero, quien transformó esas imágenes en Cien niños esperando un tren, uno de los documentales más brillantes que se han hecho en nuestro país. Pero lo que dice ahora -y que no dijo durante la charla- es que no, no, no se puede, no se debe.
-En el taller ningún monitor, ni yo menos, puede encariñarse con algún niño.
La voz de Alicia Vega -que tiene 83 años, que fue parte de la primera generación que estudió en el Instituto Fílmico de la Universidad Católica, que ha publicado libros acerca del cine chileno y que en 2008 recibió el premio Pedro Sienna por su destacada trayectoria como educadora y formadora de cineastas- suena distante. Nunca fría, pero sí distante, quizás realista. Dura.
-Los queremos a todos igual, los tratamos a todos exactamente igual y tenemos paciencia igual con todos, porque es lo que ellos se merecen. Pero no hay ningún niñito que nos conmueva como para hacer por él algo especial.
-¿Por qué?
-Porque si no sería imposible hace el taller -dice ella.
Y ahí está la voz, resonando distante, severa, irremediable. Aunque unos minutos después, Alicia Vega, con esa misma voz, contará una historia que, de alguna forma, contradice todo esto.
***
La idea fue de Ignacio Agüero, dice ella. Que un día le dijo que debería publicar un libro acerca de los talleres de cine para niños que viene dictando desde hace tantos años. Porque él sabía que ella guardaba todo el material, que tenía los ejercicios, que tenía fotos, dibujos y también la evaluación que hacía al final de cada taller. Entonces, ella dijo que sí, que con todo ese material se podía hacer un libro, y ese libro ahora es real, se llama Taller de cine para niños, lo acaba de publicar Ocho Libros Editores y se lanzará el próximo viernes 8 de junio en el Centro Arte Alameda.
Pero para llegar a ese libro, Alicia Vega compartió con muchos, muchísimos niños, y vio y escuchó y vivió, de alguna forma, demasiadas historias. De ésas que no te olvidas. De ésas que hablan de la miseria, de las injusticias, de la pobreza, “y de la violencia que hay en la pobreza”, dice ella, que ha realizado el taller -a donde reúne durante siete meses a 50,60, 90 niños- en lugares como La Chimba, La Legua, Lo Sierra, Lo Espejo, La Pintana y Huamachuco, en Renca, donde comenzó todo en 1985, cuando llegó con un proyector de 16 milímetros y cinco monitores.
Para llegar a escribir este libro, Alicia Vega compartió con muchísimos niños, y vio y escuchó y vivió, de alguna forma, demasiadas historias. De ésas que no te olvidas. De ésas que hablan de la miseria, de las injusticias, de la pobreza, “y de la violencia que hay en la pobreza”, dice ella.
La idea no era formar cineastas, la idea era ser un lugar donde los niños compartieran y disfrutaran de ese bello -y desconocido para ellos- ejercicio que es ver películas.
“En 1985, cuando comencé con esta actividad (…) anhelaba que los pequeños contaran con un espacio donde confluyera el juego, la emoción, el arte. Podemos afirmar que entre los logros del taller se encuentran el aumento de la autoestima, el desarrollo de la creatividad o el aprendizaje de ciertos valores fundamentales para trabajar en equipo, pero lo primero, lo fundamental, siempre, fue pasarlo bien”, escribe Alicia Vega al comienzo del libro. Aquí cuenta, sobre todo, la metodología del taller, los juegos y ejercicios que les da a los niños -como hacer un zoótropo o un kinetoscopio- y las películas que ven -El globo rojo, Sinfonías tontas, Charlot en la calle de la paz y los filmes de los hermanos Lumière-, mientras se agregan distintas voces que complementan el relato: escriben monitores, escriben niños, escriben padres.
“Concidero que el taller saca todo lo bueno de dentro de nosotros, y creo que no se deveria ir nunca por que empieza a enseñar los valores que tenemos dentro de nosotros”, escribió un chico de 13 años en 1994, que fue al taller cuando se impartió en La Chimba.
-Es complejo trabajar con ellos -dice Alicia- porque son niños que tienen muchas carencias, entonces cuesta mucho introducirlos en un trabajo y que, por ejemplo, dejen de robar. Pero luego van aprendiendo.
-¿Hay que tener mucha paciencia?
-Sí, pero uno se educa en la paciencia. Y a mí me sirvió mucho estar enferma tantos años, cuando tenía 16, 17. Ahí aprendí a tener paciencia.
Fueron cinco, seis años los que Alicia pasó en cama, luego de enfermarse del pulmón. Ahí leyó novelas, muchas, y vio algunas películas, hasta que se recuperó y entró a estudiar al Instituto Fílmico de la Universidad Católica, fundado por el sacerdote y cineasta Rafael Sánchez, quien se convirtió en uno de sus maestros.
-Él me recomendaba películas. Fui su ayudante cuatro años y trabajé como asistente de dirección en su película Las callampas. Fue muy importante para mí.
Luego de eso, vino el taller.
Primero, elaboró el programa Cine Foro Escolar -enfocado en colegios católicos-, donde se llevaba a los niños a ver películas y luego, cuando terminaban, se discutía sobre éstas. Y fue de esas discusiones, cuando los niños hablaban, que nació el deseo de hacer un taller. “Se estaba produciendo algo que ya escaseaba en esos años, principios de los ochenta: la conmoción que le causa a un espectador estar junto con otros novecientos, vibrando al mismo tiempo con algo que está pasando”, le dijo Alicia Vega a Álvaro Matus, en una entrevista que es parte de del libro.
Ahí comienza la historia de un taller que se ha financiado gracias a personas anónimas, amigos, instituciones, fondarts -hasta que desapareció, hace unos años, la línea de financiamiento en la que podía competir-, pero que nunca ha logrado tener un financiamiento fijo.
-Antes, las embajadas nos apoyaban, pero desde hace 10 años, cuando se supone que Chile empezó a ser un país desarrollado, dejaron de hacerlo -dice Alicia.
De hecho, hasta hace unas semanas no se sabía, todavía, si se podría realizar el taller este año. Pero llegó el dinero. Y, entonces, el taller comenzará este sábado 2 de junio, en Peñalolén, junto a siete monitores. En una habitación de su casa, Alicia tiene todos los materiales listos, para comenzar, una vez más, el taller.
***
Era un helicóptero rojo de juguete que volaba en medio de la capilla. Los niños consternados, maravillados, lo miraban volar. Era 1985. Era el primer taller de cine para niños que realizaba Alicia, en Huamachuco. Y llevó ese helicóptero rojo para enseñarles a los niños el movimiento de cámara. Para explicarles que la cámara se mueve y que a veces las cosas -los personajes- también se mueven. Era eso. Enseñarles ese movimiento. Entonces, el helicóptero losalucinó y ella, al final de la clase, le pidió a un niño que repartiera a cada uno un número para rifarlo. Y se hizo la rifa y entonces el alboroto, las peleas, los gritos.
-Todos los niños, absolutamente todos, se le tiraron encima al que había ganado, y patearon el helicóptero y le pegaron a él y lo dejaron hecho tortilla -cuenta Alicia-. Y ahí aprendí que nunca más rifa, que no podía haber un privilegiado, eso me lo enseñaron ellos.
Por eso está prohibido encariñarse con los niños. Por eso la voz distante, severa, dura. Hace unas horas, cuando conversaba con Warnken, la voz era la misma. Le explicó su amor por el cine de Herzog, su gusto por las películas de Leni Riefenstahl y su insistencia de ver películas en grupo, porque para ella el cine es un acto de comunidad. De hecho, intenta ir siempre al cine o si no ve películas en DVD, cuando pasa el segundo semestre en Chiloé, junto a su marido, con amigos de allá. Y le habló, por supuesto, de su fascinación por los documentales. Y le dijo eso: que al principio le gustaban mucho las películas, la ficción, pero que luego advirtió que el documental le daba valor a la gente anónima. Y luego dice -sentada en su casa, cuando la lluvia se ha vuelto más fuerte- que los documentales son la memoria del país y que le gustó mucho Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán.
-¿Cree que hay un boom del documental chileno?
-Sí, y creo que es el deseo de la gente por adentrarse en la memoria de Chile, en los documentos que quedan, en buscar las fuentes y explicarse lo que es el país hoy.
Y el país de hoy, para ella, es ése que ve en las poblaciones, donde a veces los niños no pueden asistir al taller porque deben criar a sus hermanos menores, mientras su madre cría a los hijos de otra persona. O con niños que deben salir a pedir limosna para mantener a la familia. O con niños que no saben escribir, ni siquiera su propio nombre.
-Por eso el taller está como atento a la realidad social de los niños, para que puedan desarrollar bien su trabajo y puedan recuperar su infancia, porque están enfrentados a una situación muy dura -dice ella.
Y, entonces, pocos minutos después de que dijo que está prohibido encariñarse con algún niño, Alicia Vega vuelve al tema y dice, de improviso:
-¿Ahora, lo que usted me preguntaba es si yo tengo algún regalón?
Y no alcanzo a responder cuando ella sigue:
-Yo con algunos niños sufro más que con otros, por las circunstancias en las que están. Por ejemplo, en Ancud estuvimos en un hogar de niñitas y yo me fijé en una que no hablaba. Tenía seis, siete años. Y me acerqué a los monitores y me dijeron que no, que no hablaba. Así que fui donde la rectora y le pregunté. Y ahí me contó que a esta niñita, a los cinco años, la violó el padre, el abuelo y el tío. Y desde que llegó ahí no había hablado. Entonces me reuní con los monitores y les dije que tuvieran ojo con ella, que ojalá siempre tuviera todos los materiales a mano para integrarse bien... Y cuando llegó, casi al final del taller, el momento de filmar el cuento de la “Caperucita Roja”, que era un papel ambicionado por todas las niñitas, me acerqué a ella y le dije: ‘Mire, ¿usted quiere ser la Caperucita?’. Y ella movió la cabeza y dijo que sí. Y la vistieron de Caperucita y ella sonreía, estuvo feliz, y de ahí en adelante estuvo muy contenta. Hablaba muy poco, pero ésa fue una fuerza muy grande que ella recibió y la agradeció aunque no dijera nada. Y van pasando cosas así, donde uno toma medidas por las situaciones que tienen los niños.
La voz distante, severa, irremediable, no ha cambiado en lo absoluto. Pero sabemos, en el fondo, que sí. Que Alicia Vega contó esa historia para decirnos que vale la pena hacer esto, aunque todo sea, finalmente, irremediable.
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